miércoles, 30 de octubre de 2019

Don DeLillo: Punto Omega. Por Jorge Sanz Barajas

DeLillo, Don: Punto Omega. Seix Barral, Barcelona, 2010. 160 páginas. Traducción de Ramón Buenaventura. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas.


«Cuando yo uso una palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos. 
—La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras 
signifiquen tantas cosas diferentes. 
—La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda…, 
eso es todo». 
(Lewis Carroll, Alicia a través del espejo)

Quien nunca haya leído a Don DeLillo, tendría difícil saber por dónde empezar, aunque una buena opción sería Punto Omega. Don DeLillo es uno de esos escritores de raza que siempre caminan un paso por delante de la realidad. El arte de Don DeLillo es el de decir lo indecible, el de darle verbo a emociones que difícilmente pudieran tenerla en otra mente que no fuera la suya.

Repasando su obra, uno puede encontrarse pequeñas maravillas como Body Art –Lauren, viuda del director de cine Rey Robles vuelve a su casa tras el suicidio de su marido; allí se encuentra con el señor Tuttle, un ser carente de lenguaje con el que es imposible comunicar de manera verbal; con él, un ser extraño que vive en el piso superior, es imposible otra comunicación que la sensorial; con él no es posible hablar de la muerte de su marido; con él sólo es posible lo indecible… Una inquietante metáfora de Dios. Qué decir de Libra, donde un conjunto de acciones conspirativas alrededor del asesinato de Kennedy pueden parecer más reales que la realidad misma, donde la realidad fragmentada invita a recomponer los pedazos de verdades a medias cuyo ensamblaje vale más que grandes especulaciones, donde la paradoja de la ficción autocumplida nos deja helados. Qué contar de Cosmópolis, feroz caricatura del capitalismo salvaje y vaticinio de la crisis que nos asola… Qué de Ruido de Fondo o El Hombre que salta

La narrativa de Don DeLillo es presciente, tensa e inquietante. Ya en Jugadores (1977) retrató a un joven matrimonio en el que el varón se vería implicado en una trama terrorista para volar la Bolsa de Nueva York; su esposa, empleada en Grief Management Council, en el World Trade Center, oye decir a un vecino durante una fiesta en el ático desde el que se avistan las Torres Gemelas: «Ese avión parece que vaya a estrellarse contra ellas». Hay una virtud en la narrativa de Don DeLillo que encaja perfectamente con las complejas técnicas con que acomete sus novelas: la de moverse en el delicado hilo que separa la profecía de la paranoia. «Intento hacer entender los vendavales a los que está sometida nuestra cultura. De allí es de donde surge la paranoia en mis novelas iniciales».

Punto Omega tiene ese pálpito paranoide: el lector se desayuna con el visionado de una obra de arte en formato cine «24 Hour Psycho» (una versión de Psicosis a ritmo de dos fotogramas por segundo, obra de Douglas Gordon, que dura un día completo, expuesta en el MOMA en 2006 a la que asistió y que cautivó al autor). La pieza envuelve otra historia no menos inquietante: un triángulo cruzado entre Richard Elster, creador de la imaginería argumental e intelectual que sostuvo la guerra de Irak, su hija Jessie y Jim Finnley, un joven director de cine que acude a la cabaña del Elster con objeto de grabar una entrevista-documental sobre el setentón, al estilo del que Errol Morris rodó con Robert McNamara en su documental The fog of the waren en 2003. La historia se despliega entre mentiras que parecen verdades y verdades tan increíbles que parecen falacias.

Esta novela, como todas las de DeLillo, nace con vocación de peligrosidad. Su escritura se lee a fogonazos: a menudo el punto de partida de sus novelas es una imagen, una fotografía, una sensación sometida a una cuidadosa decoloración: la prosa se desnuda, se despoja de retórica, busca la mínima expresión, de manera que un seco silencio sea el que vaya anotando palabra tras palabra. Hay algo de Beckett, de Faulkner, de Joyce, de Pinchon, en su magia. Pero los espacios mágicos, la reverberación que provoca cada sonido esbozado por DeLillo tiene aromas de Henry James o Hawthorne. Él mismo ha reconocido que escribe en lapsos cortos, párrafo a párrafo, sin plan previo, de manera que sea la idea inicial la que guíe la historia.

Don DeLillo
El narrador de Punto Omega opta por contar lo mínimo, permitiendo al lector acometer el resto del trabajo, dando así campo a la imaginación. Sucede con sus novelas lo mismo que Jessie, la hija de Elster, reprocha a Finnley: «Sé lo de tu matrimonio. Erais de los matrimonios que se cuentan todo. Tú le contabas todo a ella. Te miro y lo veo en tu cara. Es lo peor que se puede hacer en un matrimonio. Contarle todo lo que sientes, todo lo que haces. Por eso piensa ella que estás loco». La aparente aspereza de su prosa es parte de un juego en el que el receptor acomete más tareas que con otros narradores.

La novela indaga sobre las posibilidades de la imagen para construir la realidad; es más, hurga en un concepto nuevo: cómo el ritmo de la imagen, la música que hay en toda imagen en movimiento, invita al ojo a detenerse en detalles que no siempre son los que el director pretende. El ritmo lento libera al espectador de la intención inicial del emisor. Así, Finnley se obsesiona con descubrir si son seis las anillas que sujetan la cortina tras la que se ducha Marion Crane cuando Norman Bates la acuchilla. A partir de ahí, Finnley persigue precisamente lo contrario: una pared desnuda frente a la que sentar a Elster para que cuente cómo se generó la gigantesca manipulación informativa que avaló la guerra de Irak, de manera que nada pueda desviar la atención de las palabras de Elster.

Pero el calado de esta novela es quizá mayor de lo que asoma a primera vista. El título Punto Omega tiene su explicación en una frase de Teilhard de Chardin que el viejo Elster hace suya: «Teilhard decía que el pensamiento humano vive, que circula. Y la esfera del pensamiento humano colectivo está ya cerca de su término, del último resplandor». El mundo que ha creado Elster está sustentado en imágenes que, ciertas o falsas –lo mismo da–, sirven para construir una realidad –la necesidad de la guerra– que enmascare los verdaderos intereses. Las imágenes pesan mucho más que las palabras, las metáforas con que se explica la realidad son tan simples que la realidad misma parece simple. Su trabajo consiste en hallar palabras sencillas con las que convencer al contribuyente de que es necesario atacar Irak. Se trata de desrealizar la realidad utilizando las tecnologías de la información, como ya había sugerido en Ruido de Fondo (2006) de modo que con unos pocos inputs bien suministrados, cualquier taxista (Howitz en la novela citada) pueda recomponer los pedazos de mundo en una construcción a su manera, tan incompleta como suficiente para sus necesidades: es la utopía neoliberal, ajuste el mundo a la talla de sus zapatos. La realidad que fabricaba el viejo Elster acaba siendo la simulación, y la imaginación queda anulada porque la frontera entre realidad y ficción ha sido borrada, como decía Baudrillard. La realidad está hipertrofiada de imágenes que acaban por hacer imposible cualquier interpretación. Sin embargo, comenta Finnley, «según Elster, el destino del Universo es todo lo contrario a lo que esperaba Teilhard: no va de lo más sencillo a lo más complejo, de la materia bruta a la conciencia sutil. El término es el punto omega, una colectividad armonizada de superconciencias. Según Elster, el dominio lo ejerce la pulsión de muerte».

Por eso, las novelas de Don DeLillo carecen de lógica, están sostenidas por fragmentos, fascinantes párrafos de soberbia factura, pero no tienen ninguna guía, ningún camino. Cuando la hija de Elster desaparece, nadie sabe cómo, por qué o adónde, todo son lagunas que debe llenar el lector. Es probablemente el personaje más elaborado de la novela, y es precisamente el que no puede soportar el juego entre Elster, su exmujer y Finnley. Que esa desaparición quede sin explicación no es azaroso, es parte del juego que diseña DeLillo: crear un modelo retórico que permita «visibilizar» la realidad utilizando como metáforas (la televisión, el cine…) los instrumentos de que se vale la posmodernidad para esconder la realidad… Esa es la extraña habilidad de Don DeLillo.

Punto Omega progresa ajena al sonido y al color: el leit motiv «24hour Psycho» carece de ambas dimensiones, de manera que, desde el principio, el pulso interior de Finnley se ha acompasado al ritmo denso y espaciado de la película, por eso cuando sale del cine es consciente de que «el día aceleró, con cada vez menos gente entrando. Luego casi nadie. No había ningún otro sitio en que quisiera estar, oscuro contra la pared». […] «Parecía real, el ritmo era paradójicamente real, los cuerpos moviéndose musicalmente, moviéndose apenas, dodecafonía, cosas que apenas ocurren, la causa y el efecto tan drásticamente separados que a él le parecía real, al modo en que todas las cosas del mundo físico que no entendemos se consideran reales». El largo prólogo remata con la promesa de que lo indecible es la sustancia de que está hecha la verdadera realidad: «La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de una manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena». Es el reconocimiento a la herencia de Samuel Beckett cuyo aroma impregna toda la narrativa del norteamericano.

El simulacro, dice DeLillo, acaba marcando el bajo continuo sobre el que canta su melodía la realidad: «Voy a decirte una cosa. La guerra genera un mundo cerrado y no sólo para quienes participan en el combate, sino también para los guionistas, los estrategas. Sólo que su guerra son acrónimos, proyecciones, contingencias, metodologías. Hubo veces en que no existía mapa que coincidiese con la realidad que tratábamos de crear. No hay mentira en la guerra ni en la preparación de la guerra que no pueda defenderse. Nosotros fuimos más allá. Tratamos de crear nuevas realidades de la noche a la mañana».

Estamos ante una excelente novela que tira muchas manzanas del árbol, más quizá de las que seamos capaces de recoger ahora mismo; una de esas novelas que tienen largo recorrido todavía y que, en la estela de la narrativa de DeLillo, deja un poso de inquietud y de tensión irresuelta.

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