sábado, 2 de noviembre de 2019

Marie Balmary: El monje y la psicoanalista. Por José María Fernández-Martos

Balmary, Marie: El monje y la psicoanalista. Fragmenta Editorial, Barcelona, 2011. 184 páginas. Traducción de Julia Argemí. Comentario realizado por José María Fernández-Martos.

De entrada, vaya confesar que me gusta que este libro —él— «haya deseado» ser escrito. Digo que el libro haya deseado porque ha brotado del «hontanar del Deseo» previo a que Marie Balmary se pusiera a redactarlo. En realidad, El monje y la psicoanalista se tenía que escribir dada las incomodidades que Marie sentía dentro de sí misma. Me explico.

La autora buscó la verdad en el psicoanálisis y llegó a la penúltima estación en sus búsquedas. Su frustración fue creciendo a medida que iba conociendo las «penultimidades» del psicoanálisis a ella sedienta de las «ultimidades». Marie es la Ruth de nuestro relato. Ni el psicoanálisis, ni la experiencia monacal se pueden conformar con apariencias. Quieren acceder, los dos, desmontando máscaras, a la verdad última. El psicoanálisis se resignará antes a vivir con saberes penúltimos. El monje sabrá con Machado «que la sed que tiene no se la calma el beber»… Como Ruth.

Ni su familia, ni lo que es menos comprensible, sus colegas psicoanalistas le permitían decir a ella, enferma grave, palabras como: «Creo que me voy a morir». Lo de la familia no es reprochable, pero que sus preocupaciones sobre la muerte ¿no tuvieran sentido para sus colegas? Uno le contestó «con un juego de palabras, otro con una cita de Lacan». Marie se rebela contra el estoicismo de Freud y sus seguidores de que lo más digno es aceptar estoicamente que el hombre es tan solo un animal que «no tiene que vanagloriarse de ser algo más que un animal» y que debe aceptarlo y esperar sin quejarse esa nada, «cuya llegada habría incluso que acelerar si se demorara demasiado». Ruth (Marie) no podía contentarse con «esa miseria»: «el creer en el más allá no le parece más iluso que el no creer».

A Ruth le faltaba un interlocutor para esa cuestión: «la de la vida que quiere ir más allá de la muerte». Noémie se encarga de buscarlo en la persona del monje Simon: otro merodeador de fronteras y otro enemigo de «penultimidades» que se encontró estrechado en el ejercicio de la medicina que lucha aplazando una muerte siempre invencible. Ruth, rebelde, buscó otra manera de combatir la muerte: dejó a los médicos y se puso a escuchar a los pacientes, a las enfermeras, a las secretarias. Enfermó Ruth de enfermedad incomprensible y tras peregrinajes interminables fue remitida a un psicoanalista la «última puerta antes de la muerte».

Simon, todavía médico, también franqueó muchas fronteras antes de hacerse monje en contacto con miserias inimaginables de Asia y de África: «Dejé de llamar ricos a los que, teniendo ya mucho, deseaban siempre más, y dejé de llamar pobres a los que no tenían lo que no deseaban». Enfermedad, vida, muerte, cambiaron igualmente de sentido. En un accidente de coche pierde a su mujer, a la que acompaña en largas jornadas de hospital. Aunque no adherida a una fe, sentía que «en lo invisible, había otro con el que estaba». Queda hecho añicos…

Ruth tampoco cree, pero menos cree en la nada. Poco a poco, el monje y la psicoanalista van desgranando conceptos de la fe y del mundo del psicoanálisis que se van desgranando y complementando: curar y salvar, desear y sobrepasar los límites de lo humano, razón y fe, dolor y redención, muerte y vida, imagen de Dios. Poesía y música vienen a tender un puente entre los dos. Una frase de Rimbaud les ilumina y desafía: «No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios». Ruth va descubriendo que hay deseos que la razón y el saber —aun psicoanalítico— no pueden acallar. Ella quiere acceder a ese lugar «sin postrarse ni agachar la cabeza». Simón asiente: «Dios es la palabra más exagerada de todas las lenguas»…

En el encuentro de Ruth y del monje Simon se va haciendo patente que el psicoanálisis tiene una pretendida sabiduría que aparece ridícula y con las alas cortadas ante el amplio vuelo del verdadero buscador de Dios, representado, en este libro, por el monje: «El infinito deseo de ser tiene más razón que la razón». Puede ser poco razonable este deseo, pero no es una locura como lo pudieron experimentar, de diversas maneras, David, Mozart, Rimbaud y otros muchos… Freud quiso encerrar al hombre en su razón, pero Jung fue el discípulo que «durante menos tiempo fue su prisionero».

Añadamos para acabar que el desencanto de Marie Balmary es muy comprensible dada la loca pretensión del psicoanálisis. Aun así su desencanto podría dejarnos sin el enriquecimiento que para la fe y para la religión puede aportar el psicoanálisis. La fe no deja de ser fe, después de Freud, pues el hontanar de la experiencia religiosa está en un Dios que quiere comunicarse al ser humano. Pero no deja de ser verdad que en toda experiencia religiosa —auténtica o enturbiada— se hace presente la mediación de las estructuras psíquicas inconscientes. La fe no nos blinda contra las añagazas que la ilusión teje en torno a los deseos más hondos y sinceros del ser humano. Dicho de otra manera, el psicoanálisis puede depurar la fe de las impurezas del mero deseo infantil.

Ruth es una psicoanalista con las uñas del psicoanálisis recortadas. Simon, en cambio, es un monje convencido de la autenticidad y superioridad de su experiencia. Lógico que ella, al final, confiese: «Este hombre no dejará de sorprenderme. Cada vez que creo haberle enviado un proyectil que no querrá encajar, lo acepta encajado».

Baste decir para acabar que no es un libro al alcance de paladares banales, poco cultivados o estragados por alimentos gruesos. Pide y regala finura: «Dios no pide lo imposible; lo da», afirma un poeta… pero hay que salirle al paso desde la humilde ermita que en cada corazón humano clama por ser habitada. Marie Balmary puede ser muy luminosa compañera de camino en todos sus libros ya aparecidos o por aparecer.

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