viernes, 18 de octubre de 2019

Justo Navarro: El espía. Por Jorge Sanz Barajas

Navarro, Justo: El espía. Barcelona, Anagrama, 2011. 213 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas.

La novela, la biografía, la ficción, las posibilidades que la imaginación reporta a la historia, son cuestiones en boga en estos momentos en el gremio de los historiadores. Tuñón de Lara decía que no se podía entender el siglo XIX sin leer a Galdós o el XX sin conocer la obra de Max Aub. No es descabellado pensar que cualquier investigador sobre Ezra Pound debe leer El espía, de Justo Navarro.

¿Realidad o ficción? Quizá no sean tan antitéticas como pensábamos. El mundo de lo posible siempre ha tentado a la historia. En el libro de cuentos La trama celeste, Bioy Casares especula con la historia que pudo ser. Imagina en uno de los cuentos un mundo en el que no existe el país de Gales: las calles de Buenos Aires se llaman Márquez en lugar de Bynnon, no hay quien encuentre el pasaje Owen. El capitán de ascendencia galesa Ireneo Morris, que desaparece con su aeroplano y al que nadie reconoce como tal cuando vuelve de nuevo a su tierra, tampoco existe en realidad. ¿Está sugiriendo Bioy Casares que la realidad es multidimensional y simultánea? En todo caso, la narración consigue esa magia con la destreza de la imaginación asociada a la pluma.

La historia que Justo Navarro nos propone es en esta ocasión la del eximio poeta y extravagante ciudadano Ezra Pound, amigo de Duchamp, T. S. Elliot, Tzara, Léger, Joyce, W. B. Yeats o Hugh Selwyn Mauberly. Tradujo del italiano, el chino y el japonés. Escribió los ciclópeos Cantos, obra cumbre de la poética del siglo XX; fue feroz antisemita y admiró en sus odios compartidos a Mussolini. Murió el Día de todos los Santos en Venecia, aunque en realidad dicen que falleció en Medinaceli, ciudad que visitara en 1910 siguiendo la estela del Cid, pues cuando descubrieron en su homenaje un busto, al descorrer la cortinilla dejando ver la piedra bajo un olmo, un mirlo comenzó a cantar. «A Ezra Pound. Aún cantan los gallos al amanecer en Medinaceli», reza la placa.

Hay ciertamente un material en estado magmático que anima a Justo Navarro a construir este espléndido relato durante una estancia en Pisa, ciudad en la que Ezra Pound permaneció detenido en el campo de prisioneros de Metato. Encerrado como un animal en una jaula en la que apenas podía ponerse en pie, comenzó a escribir los Cantos pisanos. Historia, biografía y ficción pugnan por hacerse sitio en esta novela, logrando un extraño equilibrio que magnetiza al lector gracias a la delicada prosa» el relato del narrador. En los once primeros capítulos permanece aséptico y adopta un tono notarial levemente teñido por el manejo del discurso indirecto libre que en ocasiones contamina de «mente Pound la voz narrativa». En el último, el narrador destapa su intimidad y el azar que induce su indagación. El tono recuerda a una novela anterior, «F» (2003), en la que Justo Navarro procedió de igual modo con la vida y muerte del poeta catalán Gabriel Ferrater.

Jugar a tres bandas: historia, biografía y novela, no es tarea fácil. Requiere moverse por el hilo del funambulista con un sentido del equilibrio que sólo está al alcance de unos pocos. Javier Cercas paseó por el alambre con una historia esquemáticamente similar: narró en Soldados de Salamina un episodio histórico desde su proceso investigador. Justo Navarro nos muestra al narrador en el capítulo XII, allí donde empieza otra novela en la que se inserta la investigación sobre Ezra Pound como una mise en abîme: un investigador explica cómo el azar provocó por una extraña conjunción de casualidades unas palabras del autor que está traduciendo, el recurrente personaje Carlo Trenti que ya apareció alguna otra vez en la narrativa de Justo Navarro. «Va a pasar en Pisa de junio a noviembre, exactamente como el americano Ezra Pound». La historia del traductor, la vida de Pound y los testimonios de quienes le conocieron se entretejen durante los once capítulos que anteceden a esta revelación. 

La historia oficial de Ezra Pound habla de un enajenado y extraordinario poeta que profería disparatados discursos para la radio italiana. Desde que se estableciera primero en París, en 1920, donde fue epicentro cultural junto a tipos como Hemingway o Gertrud Stein, hasta que marchó a Rapallo allá por 1924, donde descubrió las excelencias de la radio como difusora de propaganda, no dejó de azotar a su país con disparatadas proclamas y bravatas antisemitas a menudo carentes de toda lógica. En tal grado llegaban sus inconsecuencias que varios agentes de los servicios secretos italianos le sometieron a estrecha vigilancia, convencidos como estaban de que se trataba en realidad de un agente doble. Pero, ¿quién fue en realidad el ciudadano Pound? 

Pero, ¿y si las cosas en realidad hubieran ocurrido de otro modo? ¿Y si lo que ha pasado a la historia como oficial, fuera una verdad falseada por la ficción? ¿Por qué no construir una ficción que especule con la verdad posible, ya que la factible es cuando menos dudosa? Cabe la posibilidad de que Pound fuera un habilidosísimo agente de la CIA que encriptara sus mensajes en la sarta de disparates. De hecho, es bien sabido que el SIM (Servicio de Inteligencia Militar Italiano) recomendó vivamente le fuera retirado a Pound el micro mientras varios agentes trillaban sus diatribas. ¿Qué hay de cierto en ello? Lo que sea capaz de construir un buen narrador. Que Pound, un traidor, recibiera en 1948 el prestigioso Bollingen Prize que otorga la Biblioteca del Congreso, no hace sino arrojar más leña al fuego de la ficción, pues sólo ella es capaz de explicar esta paradoja histórica. ¿Quién fue Pound? ¿Cuáles fueron en realidad sus motivaciones?: se trata sin duda de un jugoso bocado para un narrador. Para sugerir respuestas no hay mejor guión que el que ofrece la narración biográfica.

Carlos Fuentes tropezó hace veinte años con una piedra similar. Nada se sabe de la muerte de Ambrose Bierce, el soberbio escritor norteamericano, autor de varias colecciones de excelentes cuentos y del magnífico Diccionario del diablo. Nada salvo lo que Carlos Fuentes especuló en Gringo Viejo, así como dos o tres testimonios posteriores. Bierce desapareció en la frontera mexicana y nada se supo de él desde entonces. Todo lo demás es leyenda, empezando por la novela de Carlos Fuentes, que trata de responder a la misma pregunta que se plantea Justo Navarro: ¿Y si fuera cierto que…?

Borges dejó dicho en el prólogo a La invención de Morel que todas las grandes novelas son policíacas. La de Justo Navarro lo es. El espionaje y la literatura son actividades necesariamente complementarias. En todo escritor hay en realidad un espía. El novelista y guionista Rafael Azcona escuchaba conversaciones en el metro que luego aprovechaba en sus guiones, o se apostaba en el fondo de los bares para tener a la vista la barra y los extraños gestos de sus pobladores. 

Cierto es que ha habido escritores que han dado el salto de verdad. Los hay que llegaron desde la literatura al espionaje profesional, como el polaco Richard Kapuscinski, un gran especialista en «intensificar» la objetividad de manera que sus reportajes acababan moviéndose en ese tortuoso espacio que separa la realidad de la ficción. Quevedo, Rabelais, Josep Plá o Beaumarchais recorrieron caminos paralelos desde la literatura al espionaje. Otros, como John Le Carré o Cristopher Marlowe, transitaron el inverso. Todos ellos descubrieron que la realidad tiene gamas de color que un buen iluminador es capaz de convertir en luces y sombras. 

Justo Navarro ha vuelto a saltar, como hiciera con «F», todos los obstáculos formales con esta biografía. Si atendemos la ya clásica clasificación de James L. Clifford, su novela se movería entre la «biografía narrativa» y la «biografía literaria», pero no es necesario clasificar porque nos movemos en otros espacios narrativos. Ya lo deja claro en la premisa con la que abre el libro: «Todo, real o inventado, aparece como hecho, personaje o lugar de la imaginación». Es la llave que abre este espléndido libro. Estamos ante una obra de ficción que se viste de biografía para darle cuerpo de verosimilitud a una ficción. 

Pero Navarro nos pone el caramelo en los labios. Cualquier conocedor de la obra de Pound reconoce datos y personajes que le llevan con persistencia a los terrenos de la biografía. Ya sabíamos, como dijeran Jan Kjaerstad o Pierre Bourdieu, que la biografía tiene una gran parte de fantasía o «ilusión biográfica»; el biógrafo juega con múltiples espacios y tiempos vacíos que debe completar con sus modelados, con lo que él «cree que sucedió». Es fácil caer en el síndrome de Estocolmo y justificar al biografiado, esconder sus pecados o justificar sus lacras. No es este el caso pues Navarro, a pesar de haber pasado en Pisa un semestre del 2009 y «tropezado» con la figura de Pound, interpone un narrador en tercera persona que interviene de manera directa en la historia como traductor de un imaginario y exitoso Trenti, autor de novela negra, tras cuya figura pudiera reconocerse quizá a Leonardo Sciascia («el novelista Carlo Trenti tiene una historia para todo» dice en la p. 169). Justo Navarro delega en el narrador no sólo la voz narrativa, sino la autoría de este trabajo de investigación que él, por obra y gracia de un verbo delicioso y la interpolación de este narrador, convierte en novela. La distancia emocional entre el traductor y Pound es en todo momento profesional; el hecho de que su oficio sea la traducción no es baladí, pues la tarea de verter de una lengua a otra requiere un equilibrio exquisitamente complejo que exige manipular las motivaciones del original sin que las distorsione el nuevo envase verbal que las acoge. Eso mismo hace el traductor-narrador de Justo Navarro: recoge los datos como el traductor prepara sus instrumentos de trabajo, los ordena y los expone con una cierta distancia, pues no es él quien escribe. En este caso el juego es doble: el traductor cuenta una vida, la de Pound, que existió, pero sugiere otro camino para traducirla.

¿Novela, biografía, historia? Da lo mismo. Estamos asistiendo a un auge del género biográfico que no es en absoluto inesperado: François Dosse hablaba hace unos años del ingreso en la «edad hermenéutica» de la biografía, ocasionada en cierto modo por el debilitamiento de los corsés interpretativos del estructuralismo, la reflexión sobre los modos de acción tanto individuales como colectivos en nuestra sociedad en crisis, las dudas sobre el papel del sujeto en la cultura y la política, el interés por la historia cultural y las aportaciones de las historias de vida. Empezamos a considerar que la historia no debe mostrarse sensible a la imaginación literaria de lo posible como un aporte más a la veracidad. 

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