lunes, 29 de diciembre de 2025

Alfred Delp: Escritos desde la prisión. Por María Arinero García

Delp, Alfred: Escritos desde la prisión. Sal Terrae, Santander, 2012. 224 páginas. Introducción de Thomas Merton. Comentario realizado por María Arinero García.

El 2 de febrero de 1945, los oficiales nazis que entraron en la celda de Alfred Delp para consumar la sentencia a la horca a que había sido condenado el 11 de enero anterior no sabían, probablemente, que se encontraban ante un profeta. Se le acusaba de un delito de alta traición, de colaboración en el atentado contra Hitler el 20 de julio anterior. Aunque en el juicio el tribunal no había podido probar la acusación, se había ratificado en la pena por su dedicación al Círculo de Kreisau, por su trabajo como sacerdote jesuita y por su visión social-cristiana del mundo.

Alfred Delp nació en Mannheim, Alemania, en 1907. De padre luterano y madre católica, fue bautizado en la Iglesia católica, pero recibió una educación luterana. En su biografía se cuenta que hacia los catorce años, tras reñir con un pastor luterano, se dirigió a la vecina parroquia católica de Lampertheim y, a partir de entonces, siguió la religión de su madre. En 1926 ingresó en el noviciado jesuita de Feldkirch, en Austria.

Filósofo y pensador social, sus Escritos desde la prisión son la reflexión, meditación y oración durante los casi cinco meses transcurridos entre el 8 de agosto de 1944 y el 2 de febrero de 1945, primero en la prisión de la Gestapo en la calle Lehrter de Berlín, y luego en la de la localidad de Tegel, cercana a la capital. Fue el 31 de enero cuando lo trasladaron a la prisión de Plötzensee, donde sería ahorcado el 2 de febrero.

Estas meditaciones fueron publicadas por primera vez en 1947 en Alemania. Dieciséis años más tarde, la edición inglesa las publicó incluyendo una introducción a cargo de Thomas Merton. No habían sido traducidas al español hasta 2012, momento en que la editorial Sal Terrae recuperó la edición inglesa y publicó estas palabras que, aún procediendo de un contexto de régimen totalitario y ateo, siguen causando impresión hoy día. Solo alguien con profunda confianza y abandono en Dios es capaz de trascender los muros de una prisión para hablar de la verdadera libertad: «La hora del nacimiento de la libertad humana es la hora del encuentro del hombre con Dios» (p. 131); solo alguien que ha puesto su vida radicalmente en Él es capaz de dar sentido al fin que le espera: «Dos días solo para que comience el proceso, en el que no tengo nada en lo que poner mi confianza, fuera de las manos de Dios [...] Dios lo deja todo abierto y solo me pide dar el salto absoluto de mí hasta él» (p. 129).

La primera parte de este libro la forman varios fragmentos de su diario, escritos entre el 28 de diciembre de 1944 y el 7 de enero de 1945. En ellos medita sobre la Encarnación, sobre la esperanza que este Misterio aporta al ser humano. En la noche del 31 de diciembre reflexiona especialmente sobre lo que él mismo ha vivido en el último año y sobre la situación de una vieja Europa occidental que, en plena guerra, necesita «un orden que resuelva el problema del pan y la miseria» (p. 55). El continente está sumido en escombros, envidia y odio. Pero esto no deja de ser una herencia de tareas para quien se siente enraizado en la esperanza de un Dios que ama profundamente al hombre. «Lo único prioritariamente necesario es que el hombre religioso crezca en intensidad y en extensión» (p. 57).

A esto le sigue una serie de meditaciones sobre el Adviento, la Navidad y la Epifanía, en las que muestra su hondura espiritual y social. En la vigilia de Navidad dirá: «Dios se hace hombre. Pero el hombre no se hace Dios. [...] Confiemos en la vida, porque esta noche se vio obligada a traernos la luz. Confiemos en la vida, porque no tenemos que vivirla solos: Dios está con nosotros» (p. 110).

La segunda parte se titula Tareas del presente e incluye tres reflexiones: Humanismo creyente, La educación del hombre hacia Dios, y El destino de las Iglesias. En ellas desarrolla su particular visión de un nuevo humanismo existencial (ya en 1935 había publicado un estudio crítico sobre el existencialismo de M. Heidegger). Su reflexión filosófica tiene una profunda carga histórica. Lo que Delp pretende es que el nuevo humanismo pueda desprenderse de la herencia de los anteriores, que, en cierta medida, han fracasado. Han dejado al hombre aislado y con ello lo han hecho infeliz. Reclama una nueva visión del hombre, de la vida y de Dios. Es necesario un «verdadero despertar del hombre para verse a sí mismo con sus valores y su dignidad, para reconocer honradamente sus posibilidades divinas y humanas» (p. 140). Se trata de un humanismo creyente: «La condición más fundamental la constituye el esfuerzo por conseguir un orden y una concepción de la vida en la que una mirada a Dios no signifique para el hombre un esfuerzo sobrehumano [...] Se necesita un hombre lleno de Dios y capaz, por su semejanza con él, de llamar y dirigirse a los demás hombres» (pp. 146-147). Algo más tarde, añadirá que la verdadera preocupación de la Iglesia tiene que ser el hombre. Tiene que haber una vuelta a la diakonía, un acompañamiento a cada hombre en su propia situación.

La tercera parte lleva el título de Preparación del corazón y está compuesta por dos meditaciones: la primera, sobre el Padrenuestro; y la segunda, sobre la secuencia del Espíritu Santo. Delp desgrana cada frase tras haberla meditado profundamente. Su oración está cargada de Dios y de hombre, de denuncia, coherencia, entrega y confianza. 

La última parte, Rendición de cuentas y despedida, está formada por dos cartas con las que se cierran estas meditaciones en prisión. Lejos de mostrar angustia o desesperación ante la inminente muerte, reflexiona sobre el juicio a que ha sido sometido con la lucidez propia del más comprometido con la causa del pueblo alemán y con la certeza de quien sabe que su vida y el mundo están en manos de Dios. Confiesa su «crimen» por «haber creído en Alemania y no haber creído en la ingenua Triple Unidad de orgullo y violencia (NS DAP-Tercer Reich-Pueblo Alemán)» (p. 221). Repite varias veces los valores que le hacen abandonarse fielmente a Dios: Alemania, Cristianismo e Iglesia, y su pertenencia a la Compañía de Jesús. En medio de la amenaza cierta de la muerte, solo le quedan dos cosas: bendecir, aun con las manos esposadas, y confiar serena y esperanzadamente en Dios. «Es tiempo de sementera, no de cosecha [...] solo quiero esforzarme por una cosa: por caer en la tierra al menos como fecundo y sano grano de trigo. Y en las manos de Dios» (p. 220).

Han pasado casi 70 años entre estas palabras y nuestra vida, pero su valor profético es intemporal. Ningún humanista ni ningún creyente permanecerán indiferentes ante este testimonio de vida entregada.



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