viernes, 8 de diciembre de 2023

Martin Maier: Pedro Arrupe. Por José Manuel Burgueño

Maier, Martin: Pedro Arrupe. Testigo y profeta. Sal Terrae, Santander, 2007. 108 páginas. Comentario realizado por José Manuel Burgueño.

Uno de los logros de Martin Maier, jesuita alemán experto en la Teología de la Liberación y gran admirador de Arrupe, en este libro, es ya el título: aparentemente tan sencillo, el autor saca la vena periodística para condensar en tan sólo dos atributos las claves de «una de las más importantes y conocidas personalidades del posconcilio» (p. 10). Pedro Arrupe fue testigo como pocos de su tiempo y de la historia, de la realidad y la fragilidad humana –en las cárceles, en Hiroshima, en sus conflictos como general de la Compañía...–, y también testigo inequívoco de Dios ante los hombres –como evidencia la anécdota del anciano japonés que, tras medio año de asistencia a sus catequesis, no preguntaba nada; un día, Arrupe se le acercó para ver si entendía: no le contestó, era sordo. «Cuando, más tarde, Arrupe logró dialogar con él, el buen anciano le explicó: “Durante todo el tiempo le he estado mirando a sus ojos. No mienten. Lo que usted cree, lo creo yo también”» (p. 29). 

Y también fue profeta y, como todo profeta, polémico y contestado. Descifrando los «signos de los tiempos», Arrupe vio antes que muchos por dónde debían caminar la Iglesia y la Compañía de Jesús, interpretó los mandatos del Concilio y tradujo a nuestros días con tino la espiritualidad ignaciana. Introdujo en la Iglesia el concepto de «inculturación», apuntado en su día por Francisco Javier, y marcó como misión de la Compañía el «compromiso por la fe y la justicia». Su mirada universal le llevó a tender puentes entre culturas, de modo que puede considerársele precursor de la globalización. 

Los seis capítulos que conforman el libro de Maier desgranan, de forma organizada, esta semblanza de la vida, el pensamiento y la espiritualidad del que ha sido calificado como «el más importante General de la Compañía de Jesús desde Ignacio» (p. 12). En menos de veinte páginas se hace un recorrido histórico por la biografía del jesuita vasco, desde sus estudios de medicina y su vivencia de la pobreza y el dolor, hasta su ingreso en la Compañía, su misión en Japón, la experiencia de la bomba atómica, su etapa como General y, finalmente, sus últimos años de enfermedad, tras su infarto cerebral. 

Cada uno de los capítulos siguientes se conforma en torno a una de las grandes aportaciones del pensamiento de Arrupe: Fe y Justicia, Inculturación, Universalidad; o se construye alrededor de un tipo de experiencia: Conflictos, Corazón espiritual. Así organizado, el libro va más allá de una biografía al uso y apunta más a poner remedio a su temor de que «la Compañía de Jesús todavía no ha entendido todo de lo que Dios quiso hacerle partícipe por medio de Pedro Arrupe» (p. 10). 

Con un estilo ágil y claro, y manteniendo el interés en todo momento, el autor consigue hacer más cercana y comprensible la figura de Arrupe. En una obra tan breve, condensa lo esencial, pero no agota ni mucho menos la mirada a este «santo» sin beatificar, como lo consideran muchos de los que le conocieron y trataron con él. De esta forma, es capaz el libro de despertar la curiosidad del lector para acudir a otras fuentes en busca de una profundización en la figura de Pedro Arrupe. No puede caber duda de que es éste uno de los objetivos de la obra, suficiente en sí misma para aproximarse a la personalidad, las ideas y la fe de un hombre de Dios comprometido con nuestro mundo, al tiempo que incitante para seguir ahondando en ellas. Como ocurre con la vida de tantos santos, no hay hagiografía o semblanza que desvele por completo el atrayente misterio de una personalidad marcada por la profundidad en la relación con lo divino, la oración y la cercanía a Dios, y al mismo tiempo por la incesante actividad y el servicio a todos. En Arrupe, además, esta realidad unísona confluye en su etapa final, en la impotencia y la fragilidad extrema de una enfermedad como la suya. Ante la Congregación General XXXIII, que aprobó en 1983 su renuncia como general (ocho años antes de morir), quiso formular su testamento personal y espiritual, que ya con su apoplejía no pudo leer. En él se resume, más que su pensamiento, su persona: «Yo me siento, más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida desde joven. Pero con una diferencia: hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profunda experiencia» (p. 105). 


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