Pérez-Reverte: Arturo: Perros e hijos de perra. Alfaguara, Madrid, 2014. 156 páginas. Ilustraciones de Augusto Ferrer-Dalmau. Comentario realizado por Javier Sánchez Villegas.
Creo que ya os comenté una vez que yo soy un apasionado de Arturo Pérez-Reverte. Puedo decir sin temor a equivocarme que he leído todo lo que ha publicado. Y que rara vez me ha decepcionado.
El otro día me llamaron de una librería para decirme que había llegado el libro que había encargado. Mi sorpresa fue grande cuando me encontré con este nuevo libro de Pérez-Reverte. El título ya es llamativo: Perros e hijos de perra. Es provocador, tiene fuerza. ¿De qué irá esta obra? Efectivamente, es una recopilación de artículos que P-R escribe en un semanario que se entrega los domingos con la compra de algunos periódicos. Todos ellos tienen en común a los perros, tanto como protagonistas como personajes secundarios.
"Perros de presa adiestrados por gente sin escrúpulos, un chucho mejicano tuerto y digno, el fila brasileño que no era un asesino, Jemmy y Boxer, que cruzaron el Valle de la Muerte con la Brigada Ligera, el perro flaco y bastardo de la batalla de Rocroi, o Sherlock, el teckel de pelo fuerte y sólidos silencios..." son algunos de los protagonistas de los artículos que P-R ha escrito entre 1993 y 2014.
Por otra parte, llama la atención el estilo directo, sin tapujos, que P-R utiliza en sus artículos. Reconozco que me encanta. Y su confesión clara en varios de sus artículos: vale más la vida de un perro que la de un ser humano. Porque aquel es capaz de encarnar valores como amor, desinterés y lealtad, que no son frecuentes entre los humanos. ¿Exageración? Pues de eso va este libro: de fidelidad, entrega, constancia, etc. Y, efectivamente, todos podríamos contar anécdotas de perros en este sentido. Por ejemplo, mi madre me ha contado alguna vez que, cuando murió su padre, el perro que tenían en su casa desapareció. Por más que lo buscaron, no aparecía. Hasta que un día alguien de la familia se lo encontró muerto encima de la tumba de mi abuelo. A eso se le llama fidelidad hasta el final. En fin...
Como estamos en época de Navidad (en el momento en que escribo estas líneas), me gustaría compartir un artículo de los que conforman este libro, a modo de aperitivo para abrir boca. Se llama "Cuento de Navidad". Y me ha emocionado.
"Parecían dos perros mojados bajo la lluvia. Érase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían un duro para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones donde refugiarse del aguanieve. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés, y sus luces se confundía con los semáforos y su reflejo en el asfalto mojado, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de la policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con muy mala leche.
Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la bolsa llena de ropa para el que venía de camino, y en la otra una maleta de ésas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tienen aspecto de ir a ninguna parte.
-Me cago en todo- dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.
De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los dos bultos húmedos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después, un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.
-Me duele otra vez- dijo ella.
Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo, y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.
-Busca a alguien que nos ayude- le dijo-. Porque ésta quiere parir.
Algunas de las ilustraciones de Augusto Ferrer-Dalmau |
Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde, y al mendigo que se levantaba de bajo la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.
-No digas esas cosas- le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.
Él soltó una carcajada bronca y amarga que hizo ladrar breve y seco al perro, sorprendido. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva y cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando era niña.
Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía".
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