Sobrino, Jon: El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados. Sal Terrae, Santander, 1992. Colección "Presencia Teológica" 67. 267 páginas. Comentario realizado por Javier Sánchez Villegas.
Este libro lo tengo desde hace mucho tiempo, desde el año de su publicación en 1992. En su momento lo leí y me conmovió. Me hizo caer en la cuenta de que el pensamiento, si no está encarnado, de poco sirve. Me llamó la atención el título: El principio-misericordia, pues inmediatamente me llevó a pensar en Ernst Bloch y su Principio-esperanza. Y me surgieron algunas preguntas: ¿es posible elaborar una teología que no tenga en cuenta la esencia misma de Dios, es decir, la misericordia? ¿Es posible adentrarse en el misterio de Dios al margen del mensaje y la obra de Jesús, que no hizo sino reflejar la propia misericordia del Padre? Más allá de la teología que se produce en Europa, ¿es posible construir un discurso acerca de Jesús ajeno a la realidad histórica concreta que estamos viviendo? Jon Sobrino me ayudó a entender muchas cosas, igual que Leonardo Boff o que Ignacio Ellacuría: solo se puede hablar del evangelio de una forma encarnada. Si el evangelio es eso, buena noticia, debe serlo para el hombre de hoy, sea cual sea su situación vital concreta o su modus vivendi. Si no, estaríamos dando la razón a Karl Marx cuando decía que "la religión es el opio del pueblo". Una religión basada en promesas ultraterrenas que tiende a justificar la realidad concreta claramente injusta de mucha gente con frases del tipo: "esto es un valle de lágrimas", "esta vida es una mala noche en una mala posada", etc., ya no es creíble. La buena noticia del evangelio debe pasar por hacer presente aquí el mensaje del Reino de Dios, y, querámoslo o no, esto pasa por tratar de bajar de la cruz a los pueblos crucificados.
Soy consciente de que estos autores anteriormente citados (incluyendo a Gustavo Gutiérrez y a alguno más) han dado lugar a la llamada "teología de la liberación". Qué se entienda por esto, el propio Jon Sobrino lo explica en su presentación del libro. Sé que han sido mal mirados por el Vaticano tanto en el pontificado de Juan Pablo II como en el de Benedicto XVI. El papa Francisco parece que quiere establecer puentes de acercamiento hacia estos planteamientos. Sea como fuere, acercarse a este tipo de teología no solo es recomendable, sino incluso conveniente. Dicho lo cual, nos centramos en la obra que os quiero presentar hoy. Y voy a dejar al propio autor que lo haga, pues yo nunca lo podría ni sabría igualar.
"En este libro hemos recogido una serie de artículos publicados en los últimos diez años. En ellos aparecen diversas temáticas; y en cuanto al nivel de reflexión, unos son más coyunturales, otros más testimoniales y otros más teóricos. Los hemos reunido en un mismo libro, sin embargo, porque en su conjunto pensamos que ofrecen una importante unidad, ya que todos ellos versan sobre la realidad más flagrante de nuestro mundo y sobre la reacción más necesaria hacia ella. En palabras de Ignacio Ellacuría, el libro quiere asentar que el signo de los tiempos por antonomasia es «la existencia del pueblo crucificado», y la exigencia más primigenia es la de «bajarlo de la cruz».
Pero, aunque exista una cierta unidad de fondo, quizá sea bueno explicar brevemente las diversas partes del libro para mejor captarla. La introducción tiene un tono más biográfico—así nos lo pidieron— y puede apuntar de forma personal al problema fundamental de nuestro mundo: la ignorancia, el encubrimiento y el adormecimiento ante la cruel inhumanidad. La primera parte se centra en lo esencial de la misericordia y la necesidad de que configure la misión de la Iglesia y del quehacer de la teología. La segunda analiza la realidad crucificada del Tercer Mundo, ante la cual hay que reaccionar, hoy como ayer —ya que estamos en el quinto centenario—, pero se añade también la salvación, el perdón y la gracia que ofrece. La tercera ofrece dos manifestaciones de la misericordia: la realidad sacerdotal y la solidaridad. En el epílogo, por último, recordamos a unos hombres que han ejercido la misericordia con ultimidad; y, aunque podríamos haber elegido a muchos de ellos, comprenderá el lector que me haya fijado en los mártires de la UCA, mis hermanos jesuítas.
Ésta es la intención de este libro: mostrar la imperiosa necesidad de misericordia ante los pueblos crucificados. Sus limitaciones, además de las que descubrirá el lector, son de dos tipos. Una, las inevitables repeticiones que no he tenido tiempo de superar. Y es que, además de las ocupaciones normales diarias, el martirio de mis hermanos y, ahora —afortunadamente—, el proceso de paz absorben nuestras fuerzas.
La otra limitación es más de fondo y versa sobre el título mismo. A algunos lectores les hará recordar la monumental obra de Ernst Bloch El principio-esperanza, mientras que nuestro libro es infinitamente más modesto. Y a otros les parecerá, con razón, que el lenguaje de misericordia es excesivamente suave y aun peligroso para expresar lo que necesitan los pueblos crucificados. Sin embargo, hemos mantenido el título, porque quizá tenga la fuerza necesaria para despertar y sacudir a la sociedad y a la Iglesia. Y es que la misericordia dice ultimidad, humana y cristiana, ante el pueblo crucificado. Habrá que buscar sus formas adecuadas, ciertamente (justicia estructural, sobre todo), pero hay que recalcar que en esa reacción primaria, para la cual no hay más argumentación ni más motivación que el hecho mismo de la crucifixión de los pueblos, se juega lo humano y lo cristiano. La misericordia no es suficiente, pero es absolutamente necesaria en un mundo que hace todo lo posible por ocultar el sufrimiento y evitar que lo humano se defina desde la reacción a ese sufrimiento.
Muchas cosas hay que hacer, por supuesto, y mucho habrá que pensar, filosófica y teológicamente, para hacerlas bien. Pero, si la razón no se torna —también— en razón compasiva y si la teología no se torna —también— en intellectus misericordiae, mucho me temo que dejaremos a los pueblos crucificados abandonados a su desgracia, con muchas razones y con muchas teologías.
Éste es, pues, nuestro deseo al publicar este libro: simplemente cooperar a que el Primer Mundo no siga deslizándose por la pendiente del desentendimiento, del encubrimiento y de la opresión de los pueblos crucificados; que los mire cara a cara y que se decida a bajarlos de la cruz; y por ello deseamos vivamente que otros superen las limitaciones de este libro, tanto de fondo como de forma. Deseamos, sobre todo, cooperar a que en este 1992 el norte escuche y acoja los clamores del sur; que no se cierre a los pueblos crucificados, sino que se abra generosamente a ellos.
Creemos que lo que está en juego en el principio-misericordia es la misma noción —y posibilidad real— de formar todos una sola familia humana. En lenguaje cristiano, lo que está en juego es poder rezar el Padrenuestro. Utopía, ya lo sabemos, y por ello sofocada y aun despreciada. Pero, sin esa utopía, mal futuro nos espera a todos. Y esa utopía —creemos— pasa necesariamente por la configuración de nuestras vidas y de nuestras instituciones desde el principio-misericordia".
Yo no me atrevo a añadir nada sustancial a lo que dice Jon Sobrino. Simplemente lamento que, a pesar de que han pasado veintidós años desde su publicación (y veinticinco desde el asesinato de los jesuitas de la UCA), no haya perdido su vigencia. Poco ha cambiado el mundo en su esencia en estos años. Hasta la próxima.
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