McCullers, Carson: Reflejos en un ojo dorado. Seix Barral, Barcelona, 2017. 144 páginas. Traducción de María Campuzano. Comentario realizado por Fátima Uríbarri.
Lula Carson Smith iba para pianista, pero se cruzó la enfermedad con sus largos días en cama y se torció su destino. A Lula le regalaron una máquina de escribir y la jovencita, de 15 años, desbordada de imaginación y con una asombrosa capacidad de observación, comenzó a escribir las mil historias que bullían dentro de ella. Esta muchachita del Sur, rebelde e inteligente, se convirtió después en Carson McCullers (tomó el apellido de su primer marido) una autora rompedora, brillante, protagonista de un debut deslumbrante. Tenía solo 23 años cuando publicó la novela El corazón es un cazador solitario. Sorprendió la fuerza de esta historia perturbadora, poblada de personajes que habitan fuera de las lindes de la normalidad. El impacto perdura: El corazón es un cazador solitario es un clásico contemporáneo que se sigue leyendo y estudiando en todo el mundo. En 2017 se hará con más intensidad porque es un año McCullers: se cumplen cien años de su nacimiento (en Columbus, Estados Unidos) y 50 de su muerte. Editoriales de todo el mundo la conmemoran con reediciones especiales. En España lo hace Seix Barral, que publica su obra con nuevos prólogos.
No escribió muchas novelas Carson McCullers, sólo cinco, pero sí fue autora de muchos relatos, y también de una interesante autobiografía que se publicó tras su muerte. No fue prolífica pero sí impactante, tanto que ha quedado alineada nada menos que junto a William Faulkner en el bando de escritores góticos sureños. Sí, la equiparan con Faulkner. Comparte con él similitudes literarias, la creación de atmósferas perturbadoras, el desasosiego, la dureza y la violencia latente… el Sur.
Reflejos en un ojo dorado es su segunda novela. La presión fue tremenda para la escritora tras las alabanzas y loas que cosechó con su debut. No fue fácil el aterrizaje de esta segunda obra. La crítica le dio duro. No toda, pero la mayoría. Lo recuerda Tennessee Williams –otro escritor del Sur– en el epílogo que cierra la nueva edición de Reflejos en un ojo dorado. Williams defiende, arropa y elogia la obra de McCullers: “Reflejos en un ojo dorado es una de las obras más puras y potentes de cuantas han sido creadas bajo el influjo de ese ‘Sentido del Horror’ que es la podredumbre en la raíz de todo arte contemporáneo relevante, desde el Guernica de Picasso a las ilustraciones de Charles Addams”, afirma. El Charles Addams al que se refiere fue un caricaturista de los años 30 célebre por su humor negro y sus personajes siniestros. La serie de televisión que se realizó después se llamó La familia Addams en referencia a él.
Sí, hay en Reflejos en un ojo dorado estelas de horror, una violencia soterrada que dibuja una atmósfera tensa. Algo está a punto de estallar desde las primeras páginas. Carson McCullers es una maestra en tejer los hilos invisibles de una amenaza inminente. Lo hace, además, anunciando desde la primerísima línea de la novela que lo que va a suceder tendrá lugar en un sitio en el que aparentemente nunca sucede nada, un lugar abonado al aburrimiento: “Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas pero se repiten una y otra vez”, anuncia en el arranque de la novela.
El escenario es una base militar situada en el Sur de Estados Unidos, en los años treinta. Es un espacio cerrado, reglado, cercado por normas, horarios... y tedio para las esposas de los oficiales. Jugar a las cartas, tomar una copa, hornear una tarta, montar a caballo y cotillear con el resto de mujeres sobre lo que sucede en el campamento son las únicas actividades de ocio posible para ellas. Pero las protagonistas de esta novela no son convencionales. Ninguno de los protagonistas lo es. El comandante Langdon y el capitán Penderton, sus mujeres, el criado filipino de la señora Langdon y el silencioso soldado Williams componen un plantel de individuos extraños. Su comportamiento no es predecible. Hay un velo de enigma oscuro que los envuelve.
El lector siente que algo desasosegante y tremendo está al acecho. Se masca la tragedia y eso impulsa la lectura mientras uno se adentra en las inquietantes personalidades de los oficiales y del soldado callado que se cruza en su camino. Es curiosa esta afición de McCullers por los personajes silenciosos: el protagonista de El corazón es un cazador solitario es sordomudo.
Carson McCullers describe muy bien el ambiente del campamento, los oficiales de botas lustrosas que acuden a las cuadras por la mañana a recoger sus caballos para galopar por los alrededores; las mujeres ociosas, fumando cigarrillos y mirando por la ventana mientras esperan a sus maridos para la cena… La escritora transmite el calor húmedo, el paisaje, el lento paso del tiempo con frases de contundencia poética: “Unos jirones lechosos de niebla se adherían a la tierra húmeda”, se dice por ejemplo. Carson McCullers se mete en el campamento y se cuela en los hogares de los oficiales, en las cocinas, las salitas. Y en los dormitorios. La sexualidad está muy presente en esta novela. Se atrevió la escritora sureña a traspasar tabúes como la homosexualidad, el adulterio y el voyerismo. Lo hizo en una novela ambientada en los años treinta y publicada en los cuarenta.
No fue el único atrevimiento. Aquí se hurga en lo más profundo de la condición humana. Se bucea en la mezquindad, la ambición, la alegría por la desgracia ajena, la cobardía... Se criticó a la autora por mostrar tanta oscuridad. ¿Es que no hay un solo personaje que no esté chalado? Lo comenta Tennessee Williams en su epílogo. Y lo contesta: McCullers ha aglutinado tanta perversión a propósito porque “hay un horror subyacente a la experiencia moderna”, dice Williams.
Como William Faulkner, Carson McCullers condensa lo horrible, y lo hace con una aguda sensibilidad trágica; con una intensidad que acelera el paso de las páginas, aunque no todas las escenas son del todo sobresalientes. Hay un episodio, una galopada salvaje del pura sangre que suele montar cada mañana la mujer del capitán Penderton en la que McCullers abusa de la coletilla “y entonces sucedió algo inesperado”. Como sostiene Tennessee Williams, que escribió su epílogo laudatorio en 1971, 30 años después de su publicación, Reflejos en un ojo dorado es una novela que gana con el paso del tiempo. Carson McCullers es una de los grandes escritores estadounidenses del siglo XX, porque su obra perdura. Se adentró en las sombras. Retrató personajes marginales. Se fijó en la soledad. Rompió tabúes. Y lo hizo creando un microcosmos que penetra en la mente de los personajes, en sus secretos y perversiones. La desolación, la soledad, el desencuentro entre las parejas, el disimulo de la infelicidad, la sexualidad oculta, la atracción, los fantasmas interiores que perturban la paz interior…, son asuntos universales, también presentes en lugares insospechados, como un campamento militar del muy tradicional Sur de Estados Unidos en los años treinta. John Huston adaptó la novela de Carson McCullers con un plantel de primera división. Termina uno de leer la novela, y con la sangre todavía caliente en las páginas (sí, la tragedia anunciada se desencadena) entran enormes ganas de ver a Elisabeth Taylor y Marlon Brando en la piel de los atormentados Penderton.
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