Brague, Rémi: El Reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno. Encuentro, Madrid, 2016. 400 páginas. Traducción de J. A. Millán Alba y revisión de B. Millán. Comentario realizado por Miguel García-Baró (Profesor de Filosofía, Universidad Pontificia Comillas, Madrid).
La fenomenal erudición, la profundidad de muchas de las páginas y la agilidad de muchas de las ideas de este prestigioso pensador casan ya mal, desde el primer instante, no solo con la rotundidad del subtítulo de su libro, sino, en especial, con el singular de la expresión el proyecto moderno. ¿Será verdad que “en los tiempos modernos el saber del hombre se libera de la naturaleza y de lo divino” (p. 9)? (Franz Rosenzweig también consideraba que el viejo pensamiento había sido en exclusiva —mayoritariamente— cosmología primero, teología después y antropología al final; pero todo este desarrollo enseñaba luego a fondo la imposibilidad de encajar la vida del espíritu dentro de la noción de totalidad, de modo que abría a algo muy nuevo y a la vez muy antiguo...).
Brague defiende su unilateralidad recurriendo a que lo que hay de proyecto lo hay de novedad, o sea, de rechazo de lo ya pasado. Por tanto, cuanto haya en la antropología de los siglos “modernos” de arraigo cosmológico o teológico, no pertenece al tema de su ensayo en sentido estricto. A lo que añade un segundo recurso no menos sagaz, y no menos audaz: contraponer plenamente proyecto a tarea. El primero quiere decir nuevo comienzo, autonomía de su sujeto y progreso (indefinido); la segunda, misión entregada, cálculo de las propias fuerzas y esencial responsabilidad. Y no cabe duda de que a algo de este estilo hay que apelar para fundamentar el fracaso del proyecto moderno, porque muchas de sus características, como sabe perfectamente el propio Brague y nos recuerda desde el principio, se retrotraen a la Biblia misma, y no solo al Segundo sino incluso ya al Primer Testamento.
A diferencia de lo que la historiografía protestante tiende a hacer (véase el esfuerzo de W. Pannenberg en este sentido, por ejemplo, en la última de sus lecciones) y de lo más fructífero —a mi juicio— de la practicada desde el campo católico (y desde la mera objetividad), Brague no persigue en sus exploraciones elementos con los que respaldar la consideración de que la búsqueda, por parte del cristianismo, de una filosofía a la altísima medida de su intrínseca exigencia va realizándose lenta y trabajosamente, y en ocasiones con derrotas y retrocesos graves. Pero cualquier tarea de desaliento (recuérdese el modelo de los Tres reformadores, de J. Maritain) no es el modo óptimo para encender vocaciones intelectuales. En cambio, estas más bien resultan alentadas por la maravillosa variedad de las citas, las alusiones y las relaciones que la privilegiada cabeza de Brague traza por el camino; aprendemos mucho más del recorrido que del final del relato...
Por otra parte, la radicalidad negativa del objetivo último bien sabe que “el proyecto moderno se deriva de la conjunción de diversos factores, cada uno de los cuales existía mucho antes” (p. 89). Y aquí, en la “incubación medieval” de la Modernidad, aporta Brague algunas ideas no habituales y sumamente atractivas: 1) las fuentes gnósticas de la noción de una naturaleza por rehacer (en especial, el Corpus Hermeticum redescubierto en el siglo XV y tan respetado en los ambientes platónicos del joven Renacimiento); 2) la Reforma no está ya de acuerdo con que la gracia se limite a perfeccionar la naturaleza; su actuación ha de ser mucho más enérgica: tiene que corregirla, y 3) el nuevo interés por Lucrecio y, sobre todo, la edición de Diógenes Laercio, que hace conocer ampliamente las solas tres cartas de Epicuro que conservamos, abren paso al surgimiento de un neoepicureísmo que tiene en su base la tesis de que la naturaleza es incomprensible. No cabe, pues, imitarla técnica ni artísticamente, sino reemplazarla por un orden humano.
Es de advertir que aún acude Brague a un tercer recurso para reforzar la plausibilidad de su argumento principal. No lo expone de manera abierta, pero lo emplea a fondo. Y es no limitarse a los filósofos, los teólogos y los ensayistas (sobre todo, no limitarse a los grandes filósofos modernos), sino traer a colación toda clase de ejemplos de las ciencias y las técnicas, pero, más aún, de las artes y sobre todo de la literatura. Y no es demasiado dudoso que la ficción y el relato tienden a desprenderse del suelo grave de la gran filosofía y a beber del ambiente de las clases “cultas” y a servir y adular con frecuencia sus objetivos poco o nada compartidos por la gente del común. Un literato es con gran frecuencia un mal discípulo de un verdadero pensador y, por ello mismo, adrede o no, un divulgador que vuelve superficiales y hasta de moda o incluso egoístas las pretensiones profundas del filósofo o del teólogo.
En algunos casos, la polémica de Brague suscita cuestiones apasionantes que él no dirime. Por ejemplo, su tesis rotunda es que “la idea de valor implica la entrada del Bien en la órbita de la subjetividad” (p. 134). Montaigne, Diderot, Buffon, el mismo Rousseau permiten apoyar relativamente esta afirmación; pero al final de las pocas páginas que Brague dedica a un punto de tal alcance, simplemente Kant y Nietzsche comparecen, entremezclados, hasta se diría que astutamente juntos y revueltos. Y es una lástima, porque ahí mismo se menciona de modo poco claro a Séneca y a san Agustín, y hubiera sido momento para alcanzar cómo se reitera la discusión de este tema en Brentano y Scheler. Sin embargo, la sugerencia —como tantas otras veces— gana a la fundamentación, y el ensayo brillante a la profundidad filosófica. Humanismo y pragmatismo tienden a aparecer vinculados... (Naturalmente, Brague ve más verdad histórica en Blumenberg que en Voegelin o que en otras explicaciones de la Modernidad menos acordes con el programa que se ha propuesto llevar a cabo; y presta muchísima más atención a Locke, Comte y Marx que a los románticos —para no hablar del silencio que hace respecto de las corrientes místicas ortodoxas en el Barroco y de los ensayos de nueva filosofía cristiana no aristotélica en el XIX, tanto en Francia como en Italia y hasta, más modestamente, en España; y es clamoroso ese silencio respecto de la historia de la teología, como si esta hubiera sido un rinconcillo despreciable de la cultura en la Modernidad—).
Cuando se hace recuento de acontecimientos culturales de otro signo, más bien aparecen estos en la sección dedicada al fracaso del proyecto moderno, a la desesperación por su implacable nihilismo. Ello no hace justicia plena a la pluralidad de las tendencias de los siglos modernos. Significa la absolutización de una expresión de Péguy que precisa más matices y más contexto: “La única fidelidad del mundo moderno es la fidelidad del parásito... Saca su fuerza, o su apariencia de fuerza, de los regímenes que combate, de los mundos cuya desintegración ha emprendido.” Es muy cierto que hay en algo esencial y quizá dominante de la Modernidad una tendencia autodestructiva que Brague describe con maestría; pero en ella hay también fenómenos que en modo alguno se pueden reducir a objeciones reaccionarias u oscurantistas —es de buen gusto, efectivamente, no dar a estas eco—.
Sorprendentemente, la Shoá y las destrucciones masivas de las guerras del siglo XX y del presente no reciben atención directa. Y sorprendentemente Heidegger es tratado con superficialidad y benevolencia excepcionales. ¿Queda la esperanza de que Brague presente en positivo la filosofía de hoy mismo? ¿Acaso no somos aún más que residuos de modernos? Última recomendación: aun siendo meritoria la labor de los traductores —que ha mejorado mucho desde los resultados que obtuvieron en el primer tomo de esta trilogía—, quedan extraños lunares, agujeros repentinos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario