Hernán Rivera Letelier: El arte de la resurrección. Alfaguara, Madrid, 2010. 264 páginas. Comentario realizado por Óscar Ávila Pardo.
El desierto de Atacama, en el norte de Chile, no es un lugar despoblado, está lleno de historias de hombres y mujeres que han marcado el quehacer diario de pueblos solitarios y aislados que a comienzos del siglo XX, por la fiebre del salitre, estuvieron poblados por personas en uno de los lugares más secos del mundo. En este ambiente surgen historias de iluminados que sintiendo la llamada de Dios se lanzan a predicar su propio evangelio de poblado en poblado por todo el desierto. Una de estas historias la recoge el escritor chileno Hernán Rivera Letelier en El arte de la resurrección, premio Alfaguara 2010.
La novela nos narra la historia de un personaje que surgió en la Pampa Salitrera en la época del auge del salitre, primera mitad del siglo XX. Domingo es un hombre singular que como tantos otros siente en su interior la llamada de Dios a anunciar un evangelio muy peculiar, sólo a él revelado. Así, movido por este impulso religioso, nuestro personaje sale de un pueblito salitrero del valle del Elqui, vestido con un rústico sayal y con la biblia en la mano, para anunciar la buena nueva que Dios le ha comunicado. Sus vecinos extrañados comienzan a llamar al caminante El Cristo del Elqui. Domingo camina de poblado en poblado –oficina en lenguaje chileno– predicando y haciendo una serie de malabares que, para los incautos espectadores, resultan ser auténticos milagros. A medida que visita las oficinas, su fama corre como la pólvora llegando incluso a oídos de las autoridades, que en un principio lo ven como un peligro, pero más tarde, al constatar que no hace daño, le dejan con su misión.
Su prédica es simple: invita a sus oyentes a ser buenas personas y a aceptar su mensaje. Junto a este mensaje, Domingo ofrece también una serie de remedios caseros, a base de hierbas silvestres, con los que se pueden curar las más extrañas enfermedades. Su viaje y su estilo de vida es muy austero: come poco o nada, solo lo que recibe de sus fieles, y cada cierto tiempo da descanso a su alma –según su propia expresión– relacionándose con alguna meretriz entre las que pueblan las oficinas que visita.
En uno de sus viajes, al llegar a la oficina de El Piojo, cree haber encontrado por fin la mujer de su vida, Magalena Mercado, mujer que encarna para él el único ser humano capaz de entender su misión y darle apoyo en su realización. Como hombre romántico que es, idealiza su relación hasta el punto de compararla con la que se da entre María Magdalena y Jesús; eso sí, para que no haya confusiones la seguirá llamando Magalena, sin «d». Domingo y Magalena mantienen a partir de su encuentro una curiosa relación: por una parte él se traslada a la vivienda de María, a su oficina, desde donde sale a impartir sus prédicas y remedios; y ella sigue manteniendo su trabajo.
Con el paso del tiempo, la situación de la oficinas salitreras se complica cada vez más: los obreros comienzan a plantear una serie de condiciones para tratar de humanizar su mísera situación, condiciones que, como es natural, los capataces de las oficinas no están dispuestos a aceptar, pues reduciría sus beneficios. Todo parece encaminado a la huelga y la huelga acaba llegando. Y como no puede ser menos afecta también a nuestros dos personajes. Ambos tienen que mudar su vida, afectados en la nueva situación. Uno de los puntos del pliego de peticiones de los mineros será que Magalena no abandone nunca la oficina en la que se encuentra… Ante la muestra de afecto hacia su persona que esto supone, Magalena decide no cobrar por sus servicios a los obreros mientras dure el conflicto: no es que regale su cuerpo en esa situación, sino que demora el cobro hasta que mejore la economía. Todo ello la obliga a anotar los servicios prestados en su libro de cuentas, esperando que llegue el final, pues, al ser un pago diferido, terminada la huelga, los mineros se han de hacer cargo de la deuda así consignada.
Ante esta colaboración tan clara a favor de los huelguistas, los responsables de la oficina se sienten obligados a expulsar a la meretriz de allí, y, como no podía ser menos, junto con ella se traslada el predicador. Teniendo que buscar un nuevo lugar, los expulsados se instalan al borde del desierto, no muy lejos de allí; Magalena, en un toldo donde sigue ejerciendo su actividad a favor de los huelguistas y apuntando los créditos; Domingo, en una colina cercana desde donde sigue predicando la conversión. Los clientes de una y otro siguen siendo los mineros que se sienten obligados a recorrer un largo tramo del desierto para recabar sus servicios.
Son muchos los personajes que aparecen en la novela, personajes que Hernán Rivera Letelier describe con maestría y precisión, dándoles vida con su lenguaje. El autor, hijo de un calichero–trabajador del salitre–, criado en una de las oficinas del salitre, sabe de qué habla, conoce el funcionamiento de estos poblados y ha oído contar historias que ahora entrelaza… Entre sus personajes destaca sin duda el de Magalena Mercado, mujer profundamente religiosa que por circunstancias de la vida se ve obligada a vivir de este tipo de trabajo. Además del de Domingo, ocupa un lugar especial El loquito de la escoba, personaje peculiar, que en su demencia tiene como obsesión barrer el desierto, tarea a la que se consagra todos los días desde que amanece hasta que se pone el sol. Actividad que le permite hacer de vínculo entre Domingo –El Cristo del Elqui–y Magalena Mercado.
Como no puede ser menos, el desenlace de la historia coincide con el fin de las oficinas salitreras, que, abandonadas por improductivas, dejaron pueblos fantasmas a lo largo del desierto de Atacama, con lo que la ausencia de personas dio paso a una serie de leyendas todas ellas dotadas de un misticismo especial.
Hernán Rivera Letelier es hijo de una de las familias que en la década de los 50 del siglo pasado emigraron del campo del sur de Chile con el fin de hacer fortuna a la Pampa salitrera. Nacido en 1950 en la sureña ciudad de Talca, pronto se traslada con su familia a la oficina salitrera de Algorta, y de ahí, a la muerte de su madre, a Antofagasta. Hijo de una familia pobre y emigrante, desdeña todos los títulos, incluso el de escritor, y prefiere que le llamen contador de historias. Dentro de sus obras destacan: La reina Isabel cantaba rancheras, con la que ganó el premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en el año 1994, premio que recibió, de nuevo, en 1996 por el Himno del ángel parado en una pata, y en 1998 por el Fatamorgana de amor y banda de música. Junto a éste, ha recibido otros premios por sus cuentos, destacan entre ellos: Donde mueren los valientes, Los trenes se van al purgatorio, Santa María de las flores negras, y Canción para caminar sobre el agua. El año 2001 el Ministerio de Cultura francés lo nombró Caballero de la Orden de las Artes y las Letras.
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