Rivero, Giovanna: Tierra fresca de su tumba. Candaya, Barcelona, 2021, 170 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (colaborador del Centro Pignatelli, Área de Cultura. Correo: jsanzbarajas@gmail.com).
La literatura boliviana nos queda siempre a desmano. Es como si el país, a fuerza de estar rodeado de gigantes, se nos quedara chico. Sin embargo, la dimensión de su narrativa última es descomunal: tomen nota de los nombres que hay que seguir: Rodrigo Hasbún, Edmundo Paz Soldán, Liliana Collanzi, Magela Baudoin, Wilmer Urrelo y, sin duda, Giovanna Rivero, un talento literario extraordinario.
Hay escritores que tienen la capacidad de la presciencia y, además, saben narrarla. Verne, Don Delillo, Philip K. Dick o Kafka han sido capaces de ver la que se avecinaba y alegorizar los grandes problemas en episodios en apariencia triviales. El checo Kafka evidenció que el pobre Gregor Samsa, insecto, no era sino uno de nosotros: una minúscula pieza en el engranaje de la cosificación productiva, un elemento que ha perdido la condición humana y es, por tanto, exterminable. Philip K. Dick anticipó la transhumanidad en Sueñan los androides con ovejas eléctricas (adaptada al cine como Blade Runner, de Ridley Scott), Don Delillo preludió en Submundo (1997) el atentado contra las Torres Gemelas antes que nadie, y con él, la nueva era de la barbarie. Los relatos de Tierra fresca de su tumba, último libro de Rivero, exploran las nuevas fronteras que nos aguardan en los próximos años: los límites de lo que puede considerarse humano, la frágil línea que nos separa de lo animal, la muerte como límite natural cada día más extraño, las migraciones como membrana que filtra nuevas formas de conciencia social y cultural… La tercera década del siglo nos mostrará una realidad que no sabremos si calificar de utópica o distópica. Quien escriba sobre ello merece toda nuestra atención en este momento.
Giovanna Rivero, nacida en Bolivia, pero ciudadana norteamericana, entra en esta dimensión de la literatura sin hacer ruido, sin anclarse a género alguno, sin deudas. Su prosa es de una belleza arrebatadora y escalofriante. Los relatos de Tierra fresca de su tumba alteran lo ordinario en extraordinario sin que el lector se dé cuenta de las dimensiones del salto que acaba de producirse. Y todo es tan sencillo y natural, tan habitual y ordinario como el cambio de dimensión que se produce en nuestra vida cuando morimos. En ese extraño filtro fronterizo que solo traspasaremos una vez, es donde se mueve con una maestría especial Giovanna Rivero. Decía José Bergamín que “para no preocuparse por la muerte, lo mejor es ocuparse de ella”.
Cuenta Rivero un episodio de su vida muy revelador: hablando de sus padres, revela que en momentos en que debe tomar decisiones complejas, su madre acostumbra a literarizar los consejos, a cargar en el lenguaje el peso de la duda, mientras su padre, mucho más estoico, acostumbra a decirle “así es la vida”, una extraña mixtura de realismo y resistencia. Rivero asegura que ese mensaje le llena de paz, la que estriba en la aceptación del curso natural de las cosas, por mucho que nos empeñemos en alterarlo. Conviene ocuparse de los límites para no preocuparse por ellos. Por eso no cabe etiquetar la literatura de Giovanna Rivero como ciencia ficción: tan real como la muerte misma. Los abismos a los que nos acerca son el hambre, la búsqueda de la verdad, la migración, la hibridación cultural, los vínculos familiares, la violencia, la precariedad laboral, la enfermedad, la locura, el deterioro del cuerpo, el abuso, la muerte… Nada que escape a lo humano, nada ajeno a la ciencia, nada ajeno a la ficción. Pero no ciencia-ficción.
El libro contiene seis relatos excepcionales. El primero, “Mansedumbre”, recoge un episodio real: el abuso sexual sostenido en el tiempo sobre ciento cincuenta mujeres en la comunidad menonita de Manitoba (Bolivia), hablantes del plautdietsch, dialecto bajo-alemán que aún emplean los miembros de ese grupo religioso en la pampa boliviana. Dos voces sostienen la narración: por una parte, el pastor Jacob interroga a Elsie Lowen y la acusa de ceder a la tentación del diablo. En el reverso, las voces de las mujeres mancilladas por abusos anteriores silenciados por la autoridad religiosa, el legado de la abuela Anna, la presencia de la vaca Carolina, incorporan una dimensión diferente al relato oficial y parecen llamar a fuerzas telúricas en busca de una justicia humana inexistente. Desterrada la familia Lowen, el padre encuentra una solución a la ausencia de justicia en la deidad de la Pachamama. A caballo entre el sueño y el recuerdo, el relato se cierra en un ángulo estremecedor e inesperado.
En el segundo relato, “Pez, tortuga, buitre”, el agua, la tierra y el aire construyen una atmósfera inquietante. Amador visita a la madre de su compañero de naufragio, Elías Coronado. Ella prepara tortitas que Amador come con avidez mientras le pide que detalle cómo murió su hijo y qué pasó con él en el pecio. Conforme el relato avanza, el lector tiene la sensación de vagar a la deriva en una casa que es una isla en medio de un océano implacable. La madre quiere saber la verdad: qué pasó con el cuerpo de su hijo. Mientras tanto, palía el hambre insatisfecha de Amador con tortitas que encierran un solo deseo: la madre quiere el cuerpo de su hijo, a cualquier precio, pero está dispuesta a apostar a vida o muerte. El derrelicto es el cuerpo de Amador que encierra el cuerpo de Elías.
“Cuando llueve parece humano” es el tercer relato y quizá el más bello y atroz. La señora Keiko, emigrada desde Japón a la boliviana Colonia Okinawa, en el término de Santa Cruz, convive con una estudiante que aporta compañía a cambio de alojamiento. El relato avanza con la perfecta relojería de un haiku. La señora Keiko se dedica a cuidar su jardín, a podar las plantas y recoger semillas, también al origami, del que es experta maestra. Pero no tardaremos en comprobar que el arte de plegar papel, esconder y mostrar, es una metáfora de la vida, y que en el jardín de la señora Keiko crecen flores extrañas y encierra secretos inconfesables. La señora Keiko entierra y desentierra con la precisión de un poema de Matsuo Bashō lo que la vida no quiere ver y la muerte no desea recoger. Unos huevos de serpiente que alguien le regaló en su día, una presa de cuyas manos brota una víbora colorada perfecta que la señora Keiko exhibe orgullosa ante el resto de las alumnas del penal, preludian un desenlace asombroso. La señora Keiko es quizá el personaje fronterizo más complejo y vibrante de toda la galería Rivero; de su oscuridad magnética, solo acertamos a intuir los desequilibrios emocionales y afectivos. Todo lo demás es esa parte del relato que debe reconstruir el lector y que hace que la narración saje nuestra lucidez con la limpieza de un cuchillo japonés.
“Socorro” dobla el libro hacia los territorios de la enfermedad mental. La tía Socorro tiene cicatrices más graves que la leche que supuran sus pechos como consecuencia de la medicación. Como las locas de los cuentos, siempre dice la verdad, la que nadie quiere oír. La narradora, psiquiatra especializada en “objetos umbrales”, se encuentra con el comentario a bocajarro de su tía: “Esos chicos no son de tu marido”. A partir de aquí, solo deseará que llegue el momento de regresar a Canadá y dejar Bolivia de nuevo. “Ser boliviano es una enfermedad mental”, dice. En realidad, cualquier nacionalismo excluyente es una enfermedad mental, dice Rivero, pero en este relato, la carga de la prueba adquiere un tono escalofriante porque la loca lucidez de Socorro espeja una historia de abuso e incesto que solo la enferma es capaz de entender y explicitar. Hay en todo el relato una atmósfera asfixiante que avanza como una cicatriz hasta la conclusión.
“Piel de asno” es un largo monólogo con el que la cantante Nadine Ayotchow, “La osa del góspel”, conjura su pasado. Emigrada a la fuerza a Canadá por la muerte de sus padres, acogida por su tía Anita, alcohólica refugiada en una reserva de indios métis, crece en la precariedad junto a su hermano Dani (su reverso verbal, Nadie-Dani) mientras se inicia en una sexualidad que no conoce más códigos que los de la naturaleza. La redención le llega por su voz, también el alejamiento de su patria, de todas las patrias que ha conocido, de todas las fronteras que ha superado.
Cierra el libro “Hermano ciervo”. Una pareja emigra a Estados Unidos en busca de un futuro académico que no encontrarían en Bolivia. Joaquín encuentra una financiación fácil en los ensayos clínicos y se expone al A-Contrarreactivo con consecuencias indeterminadas. Un misterioso ciervo aparece muerto en su jardín, comido por las ratas. Rivero explica en una entrevista el origen de este episodio: en un bosque de Ithaca (Estado de Nueva York), mientras ella admiraba el paso de un ciervo entre la nieve, su marido le advirtió del lobo que lo perseguía. Toda experiencia de belleza encierra otra de horror. Cargamos durante la vida con nuestro propio cadáver. La paz llega en el momento en que lo aceptas. Pero el relato desvela otra verdad. El precio que debe pagar el emigrado es doble: carga con su cuerpo y paga a la nación que lo recibe en vida con su propia sangre, parece decir Rivero. Todos los relatos encierran una verdad que aterra, pero calma al mismo tiempo. Quizá hayamos equivocado el enemigo: no la muerte, acaso el miedo. Los relatos de Giovanna Rivero se ocupan de las cosas que de verdad importan: fronteras, personas, abismos, dudas. Así es la vida: ni más ni menos. Y Giovanna Rivero la narra en un libro excepcional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario