Galán, Jorge: Noviembre. Tusquets, Barcelona, 2016. 274 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española. Colegio “El Salvador” de Zaragoza. E-mail: jsanz@jesuitaszaragoza.es).
La memoria es un músculo atroz, es quizá el más fuerte del ser humano y el que más atención precisa: suplementos, tensión, ejercicio. De los primeros, unas buenas dosis de dignidad al día sean suficientes. Las que proporciona la última novela, Noviembre, del salvadoreño Jorge Galán son de calidad extraordinaria. Como ya saben, esta novela versa sobre la masacre perpetrada contra los jesuitas Ignacio Ellacuría, Joaquín López y López, Juan Ramón Moreno, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Armando López y la señora Elba que, junto a su hija Celina, se ocupaba de la casa aquella noche del 16 de noviembre de 1989 en la que el batallón Atlacatl, de los servicios especiales del ejército salvadoreño, al mando del coronel Benavides, penetró en la Universidad Centroamericana (UCA) con objeto de asesinar a los miembros de la comunidad.
Conviene que conozcamos un poquito al autor. Jorge Galán tiene fibra de poeta y ropaje de novelista; es acreedor del Premio Adonais, el Antonio Machado, el Premio Nacional de El Salvador, y su novela La habitación al fondo de la casa ha merecido ya la traducción a varios idiomas. De él me gusta especialmente un poemario de hace un par de años, El círculo. Hoy día es considerado como uno de los mejores poetas en lengua castellana y uno de los imprescindibles en el círculo de los llamados “nuevos novísimos”, poetas que se acercan más al mundo de la experiencia sin descuidar la belleza formal. El verso y la prosa de Jorge Galán son excelentes.
A primera vista, se trata de una novela documental que tiene el valor de decir la verdad y apuntar con ella a los culpables. Ante la impunidad, quizá no quede otro arma que la memoria y su hija bastarda, la narrativa. Pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que la novela va mucho más allá. El narrador trata de adoptar una posición oculta, discreta, una voz que no entorpezca la credibilidad del testigo, que le permita adentrarse en la maraña de emociones donde radica la imagen que guarda de aquellos momentos. El pasado revivido tenía veinticinco años en el momento de la escritura, veintisiete en el momento de la lectura: es el mismo, prueba de que el tiempo no pasa cuando se trata de la verdad. El tránsito de la narración a la entrevista se señala en el paratexto como un simple interlineado un poquito mayor, pero ese silencio obligado es en muchos momentos una detonación más; Jorge Galán maneja perfectamente el rito de la tensión y nos lleva a esos vacíos con su mano puesta en nuestra espalda, y lo hace como los buenos narradores, sin que se note apenas la aguja que teje las piezas de tela.
La novela utiliza técnicas de thriller, novela documental, novela testimonial o novela histórica. Las fronteras entre estos géneros son, por fortuna, irreconocibles. La tensión recorre de punta a cabo la narración sin que uno sepa muy bien si lo que está leyendo es una ficción que se parece demasiado a la realidad o es la realidad misma. El relato nace de un principio ético que el propio Jorge Galán reconoce al principio de la novela: “Esta historia debería comenzar en 1948...” La historia debería ser en realidad la de un grupo de jóvenes jesuitas que llegan a El Salvador a desempeñar una misión, su tarea. Pero la historia se escribe con versos truncos, así que debe comenzar en una noche de noviembre de 1989, unos golpes en la puerta, un grupo de soldados, un puñado de hombres sin más armas que su alma, una masacre. La novela avanza sobre una estructura muy inteligente, con frecuentes saltos en el tiempo que retrotraen al lector a momentos de la vida del entrevistado que dotan de sentido el material narrativo. Es fundamental el testimonio de José María Tojeira, que recoge sus notas sobre los hechos y las engrana en un hilo narrativo lleno de vigor y tensión, sobre todo en los momentos en los que es capaz de reconstruir la palabra exacta, la respuesta, el matiz, el olor, el color, el sabor de cada momento de esos dolorosos días. Un duro viaje al pasado para buscar un agua aún fresca con que regar la dignidad de las víctimas. Hay un puñado de reflexiones en la memoria de Tojeira que valen más que toda una biblioteca de autoayuda (la duda ofende).
Hay muchos testimonios más, y valiosos: el de Jon Sobrino, a quien salvó la casualidad, el de un soldado del Batallón Atlacatl cuyo nombre se omite por motivos obvios y que ahora reside en Alaska, el de ese niño que era Jorge Galán y que subía a los tejados para ver los aviones como si fueran fuegos de artificio, el de muchos hombres y mujeres cuyas identidades imagino escondidas en los cuadernos de Jorge Galán porque el riesgo sigue siendo elevado, aunque haya pasado un cuarto de siglo. De hecho, desde el pasado febrero, el autor vive exiliado en Granada, tras ser amenazado no solo en las redes sociales sino por un hombre que le hizo notar desde un vehículo, que sabía quién era y dónde vivía, al tiempo que le mostraba una pistola bajo la chaqueta. Pero sin duda, el testimonio definitivo es el del propio ex-presidente del gobierno salvadoreño, Alfredo Cristiani, que en una decisión sin precedente conocido, decide revelar a Jorge Galán el nombre de los autores intelectuales de la masacre. Algunos de los autores materiales ya habían sido juzgados en una farsa pseudojudicial que acabó, como era previsible, en una amnistía. Los datos que ofrece Cristiani no dejan de ser estremecedores aunque fueran los nombres que muchos barajaban.
Pero también es una novela de tesis: el hecho de retrotraerse al asesinato de Rutilio Grande en 1977 o al de Monseñor Romero en 1980, dibuja una guía que tiene su contrapunto o su envés, como se prefiera: el mismo soldado que asalta junto a sus compañeros la UCA y que cuenta su historia desde Alaska, explica cómo fueron él y sus compañeros quienes disparaban a la multitud desde los edificios aledaños a la salida del funeral de Romero en la Catedral. En una inteligente perífrasis, es la madre del soldadito la que recibe la noticia de que su hijo estaba ese día cazando “palomas” en la iglesia. La novela condona deudas como las de este soldado obligado a buscar para sí un perdón que no sabe cómo concederse. En otros momentos achata a muchos hombres: frente a la nobleza de Tojeira, la villanía de Richard Chidester, triste agente del FBI que engaña a los jesuitas y somete a la única testigo, Lucía Cerna, a la que en teoría debía proteger, a una verdadera tortura inquisitorial en Miami para que reconociera que “no había visto nada”. La cara y la cruz aparecen con el rol asumido por el cuerpo diplomático español en San Salvador: frente a la valentía de Inocencio Arias, la temerosa tibieza del embajador, de cuyo nombre no quiero acordarme.
La tesis es tan simple como monstruosa. Todo lo monstruoso en política suele adquirir apariencia de simpleza, es uno de los signos de Saturno. Un millón de dólares entraba a diario desde EE.UU. hasta El Salvador para financiar la guerra, una cantidad que se dividía en catorce sobres y desaparecía de inmediato. Un grupo de jesuitas con buenos contactos en uno y otro bando, capaces de lograr que triunfara un proceso de paz. Un grupo de generales y coroneles que ven peligrar ese millón si la paz llega a ser más que un apéndice de la esperanza. Un batallón de soldados que lleva a cabo una masacre, otra más. Una Iglesia temerosa –y a veces complaciente– en la distancia larga, valiente en la distancia corta. Una sociedad que entiende que la mejor forma de sobrevivir es parecer todos militares. Un mundo mutilado, lleno de gente a la que le falta algo, llámese dignidad, conciencia, decencia, pudor o valor para enfrentarse a un mundo donde impere el derecho y no las armas. Jorge Galán ha escrito algo más que una novela. A sangre fría.
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