lunes, 31 de mayo de 2021

Miyazawa Kenji: La constelación de los cuervos y otros cuentos mágicos. Por Jorge Sanz Barajas

Kenji, Miyazawa: La constelación de los cuervos y otros cuentos mágicos. Satori Ediciones, Gijón, 2018. 155 páginas. Traducción y prólogo de Kuniko Ikeda y Marta Añorbe Mateos. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Colaborador del Centro Pignatelli Área de Cultura; e-mail: jsanzbarajas@gmail.com).

Leer a Miyazawa Kenji con ojos de niño

Uno siempre echa en falta poder leer desde el asombro, quitarse los ropajes de la importancia, sentirse zarandeado por el sinsentido y creer que las palabras tienen una magia escondida y trascendental. Uno siempre añora tener ganas de llorar cuando estalla una pompa de jabón o pasar una tarde encontrando rostros en las nubes volanderas. Descubrir a Miyazawa Kenji es como recordar el primer bombón o el sabor acre del primer beso: el sentido original del cuento no puede ser otro que abrir la mente a la maravilla.

Como el nonsense de Edward Lear, los cuentos de Kenji se abren paso por la vereda del encantamiento. Los relatos crecen adoptando la forma de fábulas, pero asumiendo las condiciones que el género impone: bajo la aparente simplicidad de la fábula se oculta siempre un resorte moral que engatilla una enseñanza; por eso, las personificaciones de animales, plantas u objetos conciernen al ser humano como compañero de la Creación y no como dueño de ella. Las valiosas enseñanzas de Kenji (1896-1933), instructor en la escuela agrícola Hanamaki, invitan a la contemplación de esa inefable frontera entre las nubes y la nieve en medio de un paisaje invernal: en la observación detenida de la naturaleza se esconde la semilla de la comunión con ella.

Hay relatos que golpean los nudos del poder, como Los postes eléctricos en la noche de luna o La constelación de los cuervos, donde las concepciones tradicionales de amor y deber revelan una tensión diferente con la invasión de la cultura occidental. Otros relatos, como Ozbel y el elefante, parecen un koan, ese dilema que el maestro zen plantea al discípulo y que no se puede resolver desde la lógica sino desde el silencio.

Estas fábulas esconden relaciones semánticas sorprendentes, sinestesias que provocan inusuales evocaciones, adjetivos que rejuvenecen junto a un sustantivo inopinado, onomatopeyas intraducibles, breves poemas de sentido aleatorio cuyo sentido, como los limericks, depende antes del sentido lúdico que del racional. El trabajo de traducción, edición, notas y glosario a cargo de las traductoras, Kuniko Ikeda y Marta Añorbe, es encomiable. Belleza es una palabra que fluye: este libro la posee, desde la maquetación hasta la tipografía, desde el gramaje del papel hasta el color, desde la palabra hasta la evocación.

Y, sin embargo, ¿cómo es posible que la extraordinaria obra de Kenji sea casi desconocida para el lector español? Hay muchos factores que se conjugan para distanciarnos, pero no es cierto que la literatura japonesa sea compleja: no es más difícil Kenji que Faulkner o Borges; es simplemente, diferente. Hace casi treinta años, el eminente crítico Suichi Kato explicaba en Letras Libres dónde estribaba esta aparente dificultad: en primer lugar, la literatura japonesa carece de esa fidelidad a la tradición que la occidental tiene a gala, no pesa sobre sus escritores canon alguno; por otra parte, la tardanza en consolidar una lengua que sirviera de vehículo literario frente al chino clásico, su lengua franca (como nuestro latín), hizo que lo intelectual se vertiera en esta y lo sentimental, en aquélla, una disociación compleja; por último, la tradición arquitectónica de las viejas casas japonesas, que crecían añadiendo habitaciones sin otro plan que detenerse en los detalles y en lo minúsculo antes que en el conjunto, era un reflejo de una forma de percibir el mundo, más atento a lo particular que a lo universal, al detalle que al conjunto, a lo concreto antes que a lo abstracto. El mismo teatro Kabuki, caótico solo en apariencia, la pasión por los improvisados versos Renga, por los fragmentarios apuntes aforísticos Zuihitsu, revelan que el mundo japonés ha permanecido durante siglos más apegado a la sensación que a la dialéctica. Este fenómeno se mantuvo hasta finales del siglo XIX e incluso bien entrado el primer tercio de siglo XX, hasta que las guerras que precedieron a la gran posguerra, narrada con maestría por Shintaro Ishihara en La estación del sol, convirtió a Japón en un país trazado a escuadra contra su propia genética.

Miyazawa Kenji vivió esa época compleja. Nació en 1896 en la prefectura de Iwate y cursó estudios de Agricultura y Silvicultura en Morioka. Se dedicó profesionalmente a la docencia, en la escuela de agricultura Hanamaki. Muchos de sus alumnos recordaban aún en los noventa al extraño y entrañable profesor que les enseñó a sentir el miedo, a vivir el mal como algo humano, a experimentar la propia fragilidad, a comprender la posición de lo humano en la naturaleza. Un maestro que enseñaba antes la vida que la ciencia, o que entendía que la ciencia no estaba reñida con la vida, como pensaban muchos. La constelación de los cuervos es un excelente emblema de esta idea: sigue la estela de los relatos simbólicos como El tren nocturno de la Vía Láctea, que teñiría de sentido años después la película El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki. Sin embargo, apenas obtuvo reconocimiento en vida, excepto por este último libro y el conjunto de relatos El mesón de los muchos pedidos.

Cuentan que Kenji vagaba por el campo como si fuera un geólogo, explorando las capas sedimentarias en las que reposa el tiempo. Sabía que en esas capas reside el alma íntima del ser humano, y que se revelan en forma de voces extrañas que solo saben escuchar los que han hecho de la atención un hábito de vida. Para llegar hasta esos espacios donde el tiempo se detiene, los verdaderos nudos que debería desatar la ciencia, los rincones donde se entraña la raíz de la naturaleza, una de cuyas hebras (y no la esencial) es la humanidad, había que estar al alcance de los seres que nadie atendía: gatos monteses, vientos huracanados, grullas, osos, bosques, rocas, plantas, estrellas, un arco iris, nubes, lluvias, nieves de altura… Kenji era un viajero a pie, un vegetariano que buscaba “la verdadera felicidad de todas las criaturas vivientes”, un alpinista que aspiraba a “tomar energía de los vientos y la luz”, un músico que se dejaba envolver por Beethoven, la música callada de la naturaleza o su propio violoncello. En suma: un ser.

Las enseñanzas éticas que alberga esta colección de La constelación de los cuervos no serán evidentes si no se hace lo que decía Pepe Bergamín sobre la expresión “como quien oye llover”: le añadía el corolario “con la más profunda atención”. Déjelo todo y lea sin plan ni rumbo. Descubrirá lo que le plantea Kenji: es necesario abrirse a la naturaleza con los ojos de quien vive en ella. Una nueva ecología que se equilibra desde el descentramiento, que crece desde el cuidado y la empatía. Hay un maravilloso cuento de Kenji, Los osos de Nametoko, en el que el cazador Kojuro llora y pide perdón por cada oso que debe cazar (el final es bellísimo). En El Bosque de Kenju, un niño planta un cedro donde todo el mundo dice que nunca crecerá, y su empeño salva un bosque. En Las Dalias y la Grulla, tres flores pugnan por la atención del ave: la roja aspira a teñir el mundo; la amarilla, a adularla; la blanca, la más modesta, acoge cada mañana el saludo del ave. Estos tres cuentos pertenecen a otros libros de Kenji. En este encontrarán cuentos tan intrigantes como Los postes eléctricos a la luz de la luna, tan enigmáticos como Ozbel y el elefante; tan hermosos como El cuarto día del mes de los narcisos. No encontrará página fría ni párrafo indiferente. Incluso hallará, si le gusta, cierto parentesco sorprendente entre los poemas de Seamus Heaney y la vocación ecológica de Kenji: tan lejos y tan cerca.

Kenji vivió en medio del proceso de modernización que zarandeó a Japón de 1910 a 1920: la tecnologización y la ciencia de occidente entraron como un ciclón por las ventanas de un país dispuesto a exponerse. Su postura fue la de un escéptico que no acababa de entender qué podía aportar la técnica al lenguaje de la naturaleza, sino para dominarla y enmudecerla. La sociedad se volvió cada vez más endocéntrica y Kenji empezó a hurgar en los universales de la cultura tradicional japonesa: objetos que hablan entre sí lenguas incomprensibles, espíritus del viento, animales que dominan lenguajes ancestrales, seres que habitan la vida de manera sostenible desde el principio de los tiempos.

Hay que agradecer a la asturiana editorial Satori el esfuerzo que viene realizando en los últimos años por rescatar la obra de Miyazawa Kenji, pero sin duda merece un especial reconocimiento el delicado trabajo de traducción de Kuniko Ikeda y Marta Añorbe, que han cuidado con mimo cada palabra, cada giro, cada intención, cada detalle, cada voz, para regalarnos esta obra de arte. Incluyen un estupendo glosario al final que resulta muy clarificador. Esperamos más regalos como este.

Uno prefiere los libros en los que nada es lo que parece; otros parecen lo que no son. En los primeros, el lenguaje juega con todas sus armas; en los últimos, la palabra solo sale a empatar. La literatura de Miyazawa Kenji fluye en esa grieta mínima que separa la cotidianidad y la maravilla, ese hilo delicado que solo saben hacer vibrar los mejores.


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