lunes, 2 de agosto de 2021

Sigrid Rausing: Maelstrom. Por Fátima Uribarri

Rausing, Sigrid: Maelstrom. Random House, Barcelona, 2019. 208 páginas. Traducción de Antonia Martín. Comentario realizado por Fátima Uribarri.

Privilegio y tragedia

Como el mundo ya sabe, el pasado lunes se encontró el cadáver de Eva Rausing en su mansión de Chelsea, valorada en 70 millones de libras. Tenía 28 años. Su marido, Hans Kristian, coheredero de la fortuna de 4.500 millones de libras de la empresa de envasado Tetra Pak, ha sido detenido como sospechoso de asesinato”. Esta noticia apareció en el periódico británico Daily Mail, el 14 de julio de 2012.

Aquí están los ingredientes de un thriller. Una millonaria aparece muerta en su mansión en extrañas circunstancias. El marido, uno de los hombres más ricos del mundo, es el principal sospechoso de esta trágica muerte. El asunto despierta el interés de inmediato. Esa pareja es la protagonista del libro Maelstrom, escrito por Sigrid Rausing, hermana de Hans Kristian, el sospechoso de asesinato.

La autora también atrae la atención: ella es una rica heredera sueca, pero, además, es la editora de la prestigiosa revista literaria Granta. Este libro, descrito por Siri Hustvedt como “unas memorias intensas, líricas y lúcidas” promete una lectura amena, un viaje a la vida privilegiada de una familia adinerada, una incursión al universo de la élite, una inmersión en la tragedia de las adicciones, una respuesta, en definitiva, a la intriga que se relataba en la noticia del Daily Mail, un thriller real y sincero.

Cierto es que la autora –un personaje de relevancia social y cultural– se desnuda bastante, pero en mi opinión este libro produce cierto desencanto. Se echa de menos emoción y piel, el que estos sentimientos penetren en el corazón del lector con una intensidad más emocional.

También se echa de menos a Hans Kristian Rausing: su hermana nos habla de él, es una de las figuras centrales de Maelstrom, y, sin embargo, no llegamos a conocerlo. Falta su voz.

A pesar de eso, hay bastantes aciertos en el libro. Uno de ellos es la valentía de la autora para confesar su dolor, su sentimiento de culpa. Es frecuente en la literatura sobre las adicciones que el papel de la familia, de los que quieren a la víctima lejos de las drogas o el alcohol y que se afanan en ayudar al caído, aparezcan de una manera desvaída y lejana. Y ellos, de forma involuntaria, forman parte de la maraña que se enreda, fuerte y poderosa, en torno a las víctimas de las drogas.

Maelstrom se titula este libro. Alude a ese misterioso flujo de corrientes y contracorrientes de la costa de Noruega, un remolino que ha alimentado leyendas y literatura: encaja bien con el asunto del libro.

“Todo el dinero del mundo no lo pudo curar”, cuenta Sigrid Rausing. La familia, claro, intentó salvar a Hans Kristian de todas las maneras posibles. Probaron con una gran variedad de modalidades terapéuticas: tratamientos alternativos, terapia a través de la aventura, hipnoterapia, asesoramiento nutricional, terapia de circuito de cuerdas, psicoterapia familiar y matrimonial; yoga... Tan expertos se hicieron, cuenta Sigrid Rausing, que incluso aprendieron a manejar lo que ella denomina “la etérea jerga de la rehabilitación”.

Subieron y bajaron en el trágico tobogán emocional del sufrimiento. Se ilusionaron cuando la esperanza se asomaba, se hundieron cuando ganó la derrota. La culpa es un invitado ineludible e implacable cuando estas cosas suceden. Todos los que quieren a Hans Kristian y quieren ayudarlo sienten este mordisco en sus conciencias. “Todos fuimos culpables y ninguno lo fue”, concluye Sigrid Rausing.

Hay algunos capítulos –pocos, en mi opinión– en los que el relato se adentra en detalles y se muestra la profundidad de las heridas. Sucede, por ejemplo, cuando Sigrid y Hans Kristian son veinteañeros. Él acaba de salir de un centro de rehabilitación; ella vive en Londres y lo acoge en su piso. Aquí se expone el habitual vaivén en la esperanza de los familiares de los adictos: ella quiere ayudar pero acaba desesperada. Los adictos, mienten, engañan. Hay veces que quienes quieren ayudarlos dan un paso atrás. “Los toxicómanos mienten porque son por definición rehenes de compulsiones incontrolables. Muchos de sus embustes son burdos o infantiles. Todos detestamos que nos juzguen”, se dice en Maelstrom.

Cuenta Sigrid Rausing cómo se repartieron los papeles de poli bueno y de poli malo en la familia. Y cómo esos mismos papeles rotaban entre ellos. Los fracasos obligan a cambiar los planes y las estrategias.

Las adicciones no solo las sufren los adictos, su efecto devastador se expande por todo el círculo que los rodea. Sigrid Rausing, por ejemplo, padeció una severa depresión. Incluso tuvo que ser internada. Naturalmente se pregunta qué parte de la lucha por salvar a su hermano influyó en su enfermedad.

La autora de Maelstrom busca respuestas a un sinfín de preguntas. La primera, claro, es ¿por qué? En este caso no hay miseria, padres desalmados, un entorno que acecha hacia las sombras... Hans Kristian es querido, es rico. Ah, pero siente que se espera algo de él. La tragedia se entrelaza con el privilegio. Su buena ventura es una carga.

“Creo que a mi hermano le habría gustado vivir en un barrio residencial donde se le valorara y no se le juzgara”, dice Sigrid Rausing. Lo que implica el privilegio –la seguridad, el placer, la comodidad– trae consigo el dolor, el riesgo y la envidia, explica ella en Maelstrom: “Siempre te mantiene un poco aparte”, concluye.

Durante bastantes páginas le da vueltas a otra incógnita: ¿es la adicción un problema de genética? ¿El adicto nace o se hace? Nos cuenta Sigrid cómo ha intentado averiguarlo. Ha leído informes, estudios, investigaciones realizadas por expertos. “La drogadicción es una cultura de la rebeldía en la misma medida que una enfermedad hereditaria o un trastorno psíquico”, sostienen algunos.

Hay también una reflexión sobre el papel que la sociedad juega en todo esto. Nos habla la autora de Maesltrom de las cartas que le escribió su cuñada Eva en las que le decía: “No consumo drogas ilegales. Tengo médicos muy respetados que me proporcionan toda clase de medicamentos”.

Hans Kristian y Eva vivieron como ermitaños en las habitaciones del segundo piso de su lujosa mansión londinense. Era su escondite, su refugio. El personal de servicio de la casa tenía prohibido entrar allí. Les dejaban una bandeja con comida en la puerta. Pero no comían. Solo –a veces– helado, cuenta Sigrid Rausing.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que Hans Kristian y Eva fueron felices. Disfrutaban de su casa en Barbados, daban fiestas, organizaban eventos filantrópicos, tuvieron cuatro hijos. “¿Eran felices? –se pregunta Sigrid–. Bastante felices. Pero quizás no presté la suficiente atención”, se lamenta.
La culpa, qué poderosa es. La familia acudió al rescate de los cuatro hijos de Hans Kristian y Eva. Eran niños pequeños abandonados por sus padres, incapaces de ocuparse de ellos. Hubo una dolorosa batalla judicial. “Fueron doce años de intensa inquietud, de juicios, asistentes sociales, abogados, jueces, de supuestos expertos y psiquiatras, de cartas insultantes, miedo, vergüenza e incesantes alertas rojas. Ya no parece del todo real”, dice Sigrid Rausing.

Es en estos pasajes donde este libro llega mejor a los lectores, cuando hay detalles de vida. Son amenos los recuerdos de la infancia, cuando Sigrid conocía de verdad a su hermano, cuando jugaban en el desván o nadaban en la playa en esos veranos de la niñez que se quedan toda la vida en la memoria.

Luego Hans Kristian desaparece. “Sumido en las drogas, era como un oso en hibernación”, dice su hermana.


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