viernes, 3 de septiembre de 2021

John Marks Templeton y Kenneth Seeman Giniger (eds.): Evolución espiritual. Por Jaime Tatay Nieto

Templeton, John Marks y Giniger, Kenneth Seeman (eds.): Evolución espiritual. Diez científicos escriben sobre su fe. Sal Terrae, Santander, 2019. 197 páginas. Traducción de José Manuel Lozano-Gotor Perona. Comentario realizado por Jaime Tatay Nieto.

Esta breve colección de diez autobiografías de científicos creyentes financiada por la Templeton Foundation se publicó por primera vez en inglés en 1998. Dos décadas más tarde, ve la luz por primera vez en lengua castellana. Se trata de un libro peculiar tanto por el tema que aborda —científicos que dan razón de su fe— como por la diversidad de estilos y modos de narrar la experiencia personal que llevó a este selecto grupo de científicos a abrazar o (en la mayoría de los casos) conservar la fe cristiana. Dada la gran diversidad de trayectorias personales, resulta difícil encontrar un hilo conductor de todos los relatos, aunque hay algunos elementos comunes. 

En primer lugar, resulta llamativo que la mayoría de los científicos provienen del ámbito de la física y, en menor medida, de la biología, la bioquímica o la medicina. Es evidente que, por ciencia, los editores entienden ciencias naturales. 

Hay un segundo denominador común identificable en la mayoría de las autobiografías: la escasa conflictividad que supuso la vivencia de la fe a lo largo de su desarrollo personal e intelectual: “Jamás he tenido la sensación de haber detectado una colisión frontal entre ellas”, afirma John Polkinghorne, profesor de física matemática de Cambridge. Frente a la percepción habitual de un inevitable divorcio o guerra entre la ciencia y la religión, los autores narran un camino de complementariedad, profundización y enriquecimiento mutuo entre los dos ámbitos de la experiencia humana. Quizás porque, tal y como afirma el benedictino Stanley L. Jaki: “La ciencia, si se usa apropiadamente, puede ser de gran ayuda en la construcción de argumentos teológicos, incluso en teología bíblica” (p. 133). Y en no pocos casos, además, se sugiere la posibilidad de una síntesis entre ellas. Tal y como confiesa Arthur Peacocke, antiguo director del Ian Ramsey Centre de la Universidad de Oxford: “mi síntesis de los aspectos científico y cristiano de mi vida y mi pensamiento se producía crecientemente a través de los sacramentos y de los aspectos sacramentales de la vida” (p. 153). 

En tercer lugar, en la que es la sugerencia más provocadora y arriesgada de todas, se llega a sostener que la ciencia moderna no solo no entra en conflicto con el cristianismo, sino que le debe su origen y sus condiciones de posibilidad. Así lo formula el físico nuclear Peter E. Hodgson: “Desde luego, la ciencia misma se basa en creencias muy específicas sobre el mundo natural que no se encuentran en otras culturas. Un examen adicional muestra que son creencias cristianas, y esta es la razón por la que la ciencia tal como la conocemos solo tuvo un nacimiento viable en Europa occidental durante la Alta Edad Media” (p. 91). Algo similar expresa el médico internista Larry Dossey, “la ciencia nació de una motivación espiritual, del deseo de confrontarse con lo real de forma no mediada” (p. 49), o la cosmóloga cuáquera S. Jocelyn Bell Burnell cuando comenta el modo como su espiritualidad se relaciona con el método científico: “El científico trabaja experimentando, anotando el resultado del experimento, reformulando su comprensión a la luz de ese resultado, diseñando experimentos adicionales y repitiendo el ciclo. De un modo análogo, los cuáqueros tienen experiencia de la acción de Dios en el mundo, revisan su comprensión a la luz de esa experiencia y ponderan qué es lo próximo que se requiere de ellos” (p. 37). Jaki, por su parte, afirma que “el panteísmo fue la causa de los partos fallidos de la ciencia y de que solamente el monoteísmo cristiano posibilitó el nacimiento de la ciencia como criatura viable” (p. 131). 

Por otro lado, se percibe también una sincera preocupación pastoral respecto al efecto secularizador de la cultura científica contemporánea. Esta inquietud lleva a plantear la urgente necesidad de procesos formativos y catequéticos que presenten la fe en categorías y estilos inteligibles: “El prestigio de la ciencia impresiona fuertemente a los jóvenes, quienes se alejan del cristianismo. Este es un problema que solo puede ser abordado convincentemente por cristianos con formación científica” (p. 93), sostiene Hodgson. La tarea que se presenta por delante es, por tanto, enorme. “Se necesita un inmenso trabajo de educación general por doquier para que la fe religiosa pueda comenzar a confrontarse creativamente con las nuevas percepciones del mundo que la ciencia ofrece en la actualidad” (p. 157), afirma Peacocke. Aunque la sensibilidad pastoral y pedagógica viene acompañada a menudo de una actitud combativa, apologética, que denuncia la “asimetría” en el modo de expresar las propias convicciones: “Los profesores ateos pueden expresar —y a menudo expresan— sus opiniones personales en los cursos que imparten; en cambio, aludir a las creencias cristianas de uno de manera análogamente enérgica acarrearía sin duda acusaciones de proselitismo” (p. 72), observa Owen Gingerich, catedrático emérito de astronomía en la universidad de Harvard. Para Jaki, es necesario rehabilitar el denostado concepto de apologética: el científico está invitado a reconocer que “toda enseñanza es una suerte de apologética pura. La apologética es un alegato a favor de una idea, de una doctrina” (p. 128). 

Hay que señalar también la centralidad que juega el amor como experiencia espiritual fundante y como clave de la vivencia de la fe y del modo de comunicarla: “Nuestra única respuesta adecuada al amor persuasivo de Dios, al amor de la preocupación última, es la pasión infinita” (p. 28), afirma el biólogo australiano Charles Birch. Al fin y al cabo, como nos recuerda el físico Russell Stannard, “a nadie se le persuade con argumentos para que entable una relación amorosa con Dios” (p. 187). La prudencia del científico y la humildad del creyente se entretejen para bordar el rico tapiz de este pequeño gran libro: “Ser capaz de decir: ‘no lo sé’, requiere la habilidad de vivir con cuestiones irresueltas, que es una forma de madurez” (p. 40).


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