Bianchi, Enzo: Palabras de la vida interior. Sígueme, Salamanca, 2006. 224 páginas. Traducción de Fausto Jiménez Rodrigo. Págs. 185-191.
La humildad es una virtud sospechosa. Esta palabra nos llega lastrada por el peso de una herencia que la ha convertido en virtud individual, meta de la búsqueda del autoperfeccionamiento de cada individuo. Además, aparece como sinónimo de autoaniquilación de la criatura frente al Dios que lo es todo, y de disminución de sí mismo frente a los demás. En la actualidad, tal cosa está considerada como una actitud no adecuada ante un Dios que ya no mata lo humano, sino que lo asume y lo valora. Por otra parte, en ocasiones parece estar aludiendo a una actitud artificial, a presentarse por debajo de lo que se es y de lo que se vale. Los psicólogos prefieren el vocablo «autenticidad», el cual, de hecho, no dista mucho del significado del antiguo término latino humilitas. Nietzsche coloca la humildad en la línea de la búsqueda religiosa de consuelo ante la propia impotencia. Pero la humildad no es sólo sospechosa: tal vez resulte incluso peligrosa. En efecto, predicar la humildad y hacer de ella unas leyes es algo no exento de riesgos; hay que tener cuidado con cómo la entienden las diferentes personas. Probablemente se dará el caso de que no afectará en absoluto a quien tiene una «alta» autoestima, mientras que quien alimenta una «baja» autoestima la interpretará de una manera desequilibrada.
Pero, ¿qué es la humildad? Las múltiples definiciones que ha dado la tradición cristiana nos encaminan a captar su carácter relativo, en especial, respecto a la diversidad de las personas y de las libertades personales. Incluso la definición más repetida, y que mejor comprende su carácter propio, no la ve tanto como una virtud sino como el fundamento y la posibilidad de todas las demás virtudes. «La humildad es la madre, la raíz, la nodriza, el fundamento, el ligamen de todas las otras virtudes», dice Juan Crisóstomo; y, en este sentido, se comprende que Agustín puede ver «en ella sola toda la disciplina cristiana» (Sermo 351,3,4). Por tanto, hay que librar a la humildad de la subjetividad y del devocionalismo, y recordar que nace de Cristo, que es el magister humilitatis (maestro de la humildad), como le llama el obispo de Hipona. Pero Cristo es maestro de humildad porque «nos enseña a vivir» (Tit 2, 12), guiándonos a un conocimiento realista de nosotros mismos. Así, la humildad es el atrevido conocimiento de sí mismo ante Dios, y ante el Dios que ha manifestado su humildad en el rebajamiento del Hijo, en la kénosis hasta la muerte en cruz. Pero en cuanto auténtico conocimiento de sí, la humildad es una herida inferida al propio narcisismo, pues nos reconduce a lo que somos en realidad, a nuestro humus, a nuestro ser de criaturas, y de esta forma nos guía en el proceso de nuestra humanización, de nuestro devenir homo. He aquí la humilitas: «Oh hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en conocerte» (Agustín de Hipona). 2
Aprendida de Aquél que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), la humildad hace de la persona el terreno sobre el que la gracia puede desarrollar su fecundidad. Ahora bien, de la misma manera que el hombre conoce su ser criatura, sus propios límites creaturales, y también su ser pecador, y simultáneamente sabe que ha recibido todo de Dios y que es amado incluso en su limitación y negatividad, la humildad se convierte en él en voluntad de sumisión a Dios y a los hermanos en el amor y en la gratitud. Sí, la humildad es relativa al amor, a la caridad. «Allí donde hay humildad, allí también hay caridad», afirma Agustín; y un filósofo de nuestros días le hace eco: «La humildad dispone y abre a la gracia, pero esta gracia no es la humildad, sino sólo la caridad» (V. Jankélévitch).
En este sentido, la humildad es también un elemento esencial para la vida en común. De hecho, y no por casualidad, en el Nuevo Testamento resuena constantemente la invitación a que los miembros de las comunidades cristianas «se revistan de humildad en las relaciones recíprocas» (1Pe 5, 5; Col 3, 12), «consideren a los otros, con toda humildad, superiores a sí mismos» (Flp 2, 3), «no busquen cosas altas, sino que se plieguen a las humildes» (Rm 12, 16). Sólo así puede tener lugar la edificación comunitaria, que es siempre compartir y participar en las debilidades y las pobrezas de cada uno; sólo así se combate y se vence la soberbia, que es «el gran pecado» (Sal 19, 14), o mejor, la gran ceguera que impide vernos de verdad a nosotros mismos, a los otros y a Dios. Por lo tanto, antes que esfuerzo de autodisminución, la humildad es acontecimiento que brota del encuentro entre el Dios manifestado en Cristo y una criatura determinada. En la fe, la humildad de Dios desvelada en Cristo («el cual se humilló a sí mismo», Flp 2, 8) se convierte en humildad del hombre...
Conocimiento de sí
Uno de los elementos más característicos de la espiritualidad cristiana ha sido siempre la atención a la interioridad. La santidad no consiste en un conjunto de prestaciones, aunque sean buenas, santas y heroicas, sino que se sitúa en el plano del ser y tiende a la conformación de toda la persona con Cristo. Esto significa que el seguimiento de Cristo exige que lo humano no sea separado nunca de lo espiritual y que al movimiento de conocimiento del Señor acompañe siempre el movimiento paralelo de conocimiento de sí. Este es un tema que atraviesa toda la tradición cristiana, la cual no ha dudado en retomar y reformular en sus términos más propios la inscripción puesta en la fachada del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo». Así, Orígenes y los Capadocios, Ambrosio y Agustín, Gregorio Magno, Guillermo de Saint-Thierry y Bernardo de Claraval, los padres Cartujos y Victorinos, han retomado y profundizado el sentido de este movimiento esencial para que el hombre llegue a humanizarse. Como dice Platón: «No gobierna vida humana quien no se pregunta sobre sí mismo»). También le resulta esencial al cristiano si desea iniciar auténticamente su propia sequela Christi: hay que poder llevar a cabo en libertad y por amor la negación de sí exigida por Cristo; y esto comporta el conocimiento de sí. Sin vida interior, sin esfuerzo por conocerse a sí mismo, jamás será posible una vida espiritual cristiana, y tampoco la oración.
Hoy se asiste a una lamentable separación entre Iglesia y vida espiritual, entre Iglesia y vida interior. Es un síntoma de crisis mucho más grave que el descenso numérico de fieles, porque indica que la Iglesia ha fallado en la tarea de iniciación tanto a la vida, como a la vida según el Espíritu. Además, no se puede ocultar que la atención prestada hoy al «yo» y a las instancias de la subjetividad presenta muchas ambigüedades, como por ejemplo el narcisismo cultural: «Cuando la riqueza ocupa un puesto más alto que la sabiduría, cuando la notoriedad es más apreciada que la dignidad y cuando el éxito es más importante que el respeto de sí, quiere decir que la cultura misma sobrevalora la imagen, y por ello debe ser considerada narcisista» (A. Lowen); o como la pornografía del alma: esa exhibición de la intimidad, esa falta de pudor para mostrar en televisión ante millones de espectadores las confesiones personales y los problemas familiares; o como la opresión de la individualidad que promueve la cultura tecnológica, interesada en empleados dóciles que realicen trabajos ya programados. Todos estos elementos provocan la hipertrofia del yo en los demás ámbitos existenciales, y hacen que resulte, por un lado, prudente y, por otro, urgente, un discurso sobre el conocimiento de uno mismo. De hecho, ¡va en ello la libertad del ser humano! Es verdaderamente libre quien se conoce a sí mismo, porque puede alimentar una relación equilibrada con la realidad y con los otros y descubrir motivos de esperanza y de confianza en el futuro.
El proceso del conocimiento de sí consiste en la respuesta a una apelación: la apelación que se deja oír, por ejemplo, cuando sentimos la necesidad de permanecer solos un poco de tiempo para reflexionar y pensar, para salir fuera de lo cotidiano, que nos pone en riesgo de aturdirnos con su repetición o de enredamos con sus ritmos exasperados. Se trata de la llamada a realizar un éxodo hacia la interioridad, un viaje al interior de nosotros mismos, viaje que se desarrolla proponiéndonos preguntas, preguntándonos a nosotros mismos (¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Qué sentido tiene lo que hago? ¿Qué significan los demás para mí?... ), reflexionando, pensando, elaborando interiormente lo que se vive en el exterior. Sólo así, a través de la interiorización, llegamos a ser sujetos de la propia vida y no permitimos que nos la vivan otros. Este camino hacia la propia interioridad, este descendimiento al propio corazón resultan muy fatigosos y dolorosos; normalmente los rechazamos, les tenemos miedo, porque tememos lo que puede surgir de nosotros, aquello que puede ser desvelado. Nietzsche hablaba del gran dolor que genera la verdad cuando quiere desvelarse al hombre.
El conocimiento de sí exige atención y vigilancia interior, capacidad de concentración y de escucha del silencio, que ayuda al hombre a volver a encontrar lo esencial gracias también a la soledad. De esta forma se consigue habitare secum, habitar la propia vida interior, y se permite a la propia verdad interior desplegarse en nosotros. Entonces el conocimiento de nosotros mismos deviene también conocimiento de los límites, de la negatividad, de los vacíos que forman parte de nosotros y que normalmente tendemos a dejar a un lado, con el fin de no tener que reconocerlos. El conocimiento de la propia miseria, acompañado del conocimiento de Dios, puede entonces convertirse en experiencia de la gracia, de la misericordia, del perdón, del amor de Dios. Lo que se conocía antes por haberlo escuchado, se convierte ahora en experiencia personal. Por tanto, se trata de no escindir nunca estos dos momentos del itinerario espiritual: el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios. En efecto, el conocimiento de sí mismo sin el conocimiento de Dios engendra la desesperación, y el conocimiento de Dios sin el conocimiento de sí produce la presunción.
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