lunes, 17 de enero de 2022

James Dunn: Ni judío ni griego. Por Carmen Picó Guzmán

Dunn, James: Ni judío ni griego. Una identidad cuestionada. Verbo Divino, Estella, 2018. 1008 páginas. Comentario realizado por Carmen Picó Guzmán (Universidad Pontificia Comillas).

Ni judío ni griego
es la última entrega de la obra de síntesis del autor James Dunn, El Cristianismo en sus comienzos, una visión panorámica del proceso de formación del cristianismo. Dunn nos ofrece con este proyecto el fruto de toda una vida dedicada a la investigación sobre el Jesús histórico y las tradiciones cristianas.

En su primer volumen, Jesús recordado, ha desarrollado una revisión de los presupuestos que han apoyado en los últimos años los estudios sobre el Jesús histórico que, si bien han demostrado la importancia de la fe, también han mostrado que la fe necesita una revisión crítica de sus raíces para poder tener voz en un foro público, como decía el propio Dunn en ese primer volumen. En la segunda parte de su obra en dos volúmenes, Comenzando desde Jerusalén, Dunn aborda los orígenes de las comunidades a partir de la experiencia pascual con la que concluyó el primer volumen. Una aplicación de los métodos de la búsqueda del Jesús histórico a la Iglesia, comenzando por las fuentes y terminando en la misión paulina, mostrando una visión crítica de cómo fueron esos primeros años del cristianismo.

Ni judío ni griego, título de la tercera entrega, es un título elegido, a mi modo de ver, para expresar el crisol de culturas, experiencias, comunidades que supuso el movimiento cristiano en sus orígenes. Una obra que, en continuidad con las anteriores, se centra en la memoria ya escrita, que comprenderá desde las últimas décadas del siglo I, marcadas por la ejecución de Santiago, Pedro y Pablo, y la destrucción de la Iglesia de Jerusalén en el año 70, hasta el siglo II, un siglo de diversidad y unidad, de expresiones propias y búsquedas de identidad común.

Si la categoría básica del primer tomo en torno a Jesús era la memoria, la categoría sobre la que gira este último libro es la identidad. La raíz judía de los orígenes presentada por Pablo como la confianza en Cristo, como requerimiento último de la fe cristiana, dio lugar a una gran diversidad en lo relativo al culto, a la organización. Una diversidad que requirió la búsqueda de un núcleo común, que configurara el conjunto en torno a él.

Esta experiencia de diversidad está presente en las fuentes del siglo I. La diversidad de los escritos canónicos y las fuentes del siglo II es el punto de partida de esta obra, que pone en evidencia esa diversidad intuida desde el principio. Los procesos de ruptura con el judaísmo y la helenización del elemento cristiano son los dinamismos que recorren este periodo histórico, dentro de una evidencia de complejidad que la historia del cristianismo no siempre ha presentado.

Según palabras del propio Dunn no quiere asumir la historia desde el futuro, aceptando el modelo de historia escrita por los vencedores que deja por el camino procesos más complejos que no tienen que ver con síntesis o antítesis, ortodoxia o herejía, sino desde el pasado, “desde la perspectiva de quienes dieron a los orígenes del cristianismo su fuerza y mostraron sus potencialidades y posibilidades para el futuro” (p. 61). Todo ello desde la preocupación de rastrear el carácter distintivo del cristianismo a lo largo del siglo II y colocando el final en Ireneo, que a juicio de Dunn fue quien configuró el carácter del cristianismo que progresaría a lo largo del siglo III hasta el triunfo de Constantino a principios del siglo IV.

Este recorrido lo realiza el autor de la mano de las figuras más representativas de la primera generación, Santiago y Pablo, Pedro y Juan (Tomás) y cómo la manera de atribuirse el apoyo de alguna de ellas fue esencial para la competición de los distintos grupos. El resultado es una visión mucho más compleja de lo que se puede deducir de la historia del cristianismo escrita por Eusebio y que gira, según Dunn, en torno a tres ejes fundamentales, Cristo como eje definitorio, una eclesiología que en un principio fue diversa y que después se acomodó socialmente, y un NT que define la apostolicidad y es definido por ella, a lo que se añadiría el papel de la fe, que actuó como elemento unificador desde antes de ser formulada en un credo.

Es muy interesante la reflexión realizada, ya al final de la obra, sobre la diversidad admitida en la unidad del canon neotestamentario, porque se hace desde las consecuencias que determinadas inclusiones comportaron en el apoyo o no de determinadas expresiones o vivencias de la fe cristiana. El reconocimiento del evangelio de Pablo, por ejemplo, significó reconocer que era posible una apostolicidad vinculada a una revelación especial no vinculada a la experiencia directa con el hombre Jesús de Nazaret, al que Pablo no conoció. Y, aunque como dice Dunn, un reconocimiento de autoridad apostólica como el de Pablo no tuvo cabida en el siglo II, sí que es un precedente inquietante para una historia contada desde la sucesión apostólica de la primera generación.

Así pues, del recorrido a través de la influencia de estas figuras surge una panorámica histórica diversa, compleja y apasionante para el lector interesado en comprender el fenómeno cristiano en sus orígenes, que le permite una mirada crítica y fundamentada frente a una historia de los orígenes demasiado “fácil” y homogénea.

Además, como obra de síntesis que es, proporciona una amplia y valiosa bibliografía, tanto de fuentes primarias como secundarias, que lo convierte en una útil herramienta de trabajo para la investigación de este período histórico.

Ni judío ni griego aporta una magnífica conclusión a la pregunta ya clásica por la relación entre la vida de Jesús de Nazaret y el surgimiento de la Iglesia, respondiéndola con rigor científico y mirada crítica. 

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