lunes, 26 de junio de 2023

Grupo de Espiritualidad Ignaciana: Escritos esenciales de los primeros jesuitas. Por Manuel Revuelta González

Grupo de Espiritualidad Ignaciana (ed.): Escritos esenciales de los primeros jesuitas. De Ignacio a Ribadeneira. Mensajero, Sal Terrae, UPCo, Bilbao, Santander, Madrid, 2017. 887 páginas. Colección Manresa nº 62. Comentario realizado por Manuel Revuelta González.

La edición de este libro es obra del Grupo de Espiritualidad Ignaciana, un equipo de cinco jesuitas, coordinados por José García de Castro, que representan los centros ignacianos de Comillas-Madrid, Deusto, Granada, Padua y Manresa. “Los primeros jesuitas” se han convertido en expresión conceptual desde que J. W. O’Malley publicó con ese título su famoso libro (Bilbao-Santander 1995, col. Manresa nº 14). Ahora se nos ofrecen sus “Escritos esenciales”, en forma de antología de textos. Hacer una antología no es cosa fácil, pues requiere un conocimiento exhaustivo de los textos y una asimilación profunda de los mismos para realizar la selección acertada. Este tipo de trabajos, al igual que el Diccionario de Espiritualidad Ignaciana (2007), requiere una labor de equipo, cuyo número supera, seguramente, a los seis dirigentes del grupo, como se reconoce en los “Agradecimientos” (p. 28). Afortunadamente, la presente antología nos ha demostrado el magnífico trabajo y la buena coordinación del numeroso equipo que la ha hecho posible. 

El libro comienza con un prólogo del antiguo Provincial de España, Francisco José Ruiz Pérez, en el que resalta la hondura y realidad de unos textos, que “tienen significación para nuestro presente”, y cuyo conjunto “ofrece un mosaico vivo y sugerente de teología espiritual” (p. 14). 

Sigue una introducción que pondera la riqueza del carisma ignaciano, el modo de leer la antología y las características de la edición. Los autores elegidos son los jesuitas espirituales más relevantes de la segunda mitad del siglo XVI. Escribieron en tiempos difíciles de alumbrados, recogidos y erasmistas. Y utilizaron toda clase de géneros literarios: relatos autobiográficos, cartas, tratados, sermones, pláticas, instrucciones, etc. Sus experiencias propias, los “textos del yo”, revelan unas relaciones íntimas con Dios que se convierten en camino pedagógico espiritual. Pese a sus diferencias, todos se muestran fieles a las directrices del fundador. La antología no es un conglomerado de textos yuxtapuestos, sino un conjunto armónico de la experiencia ignaciana. La introducción sugiere dos maneras de leer la antología: la que sigue el orden establecido, y la que escoge los temas con ayuda del índice de materias del final. 

El libro tiene 21 capítulos. El primero reúne tres textos fundacionales básicos. El último escoge algunos decretos de las tres primeras Congregaciones Generales. Entre medias está el meollo de la antología: los textos de 19 jesuitas, que se dividen en tres grupos. 1º, los diez primeros compañeros fundadores. 2º, seis jesuitas importantes para el primer desarrollo de la Compañía (Borja, Nadal, Polanco, Ribadeneira, Gonçalves da Cámara y Canisio). 3º. Tres maestros del espíritu en temas de oración (Baltasar Álvarez, Cordeses y Mercurián). Los textos de cada autor no se presentan por orden cronológico, sino agrupados en los tres grados del dinamismo espiritual: experiencia, doctrina y praxis. En la introducción se reconoce “que no siempre ni en todos los textos es clara esta distinción” (p. 24). En cada apartado se mezclan a menudo los tres elementos. Y en algunas biografías no aparecen los tres grados, o se enuncian dos en un mismo apartado. 

Cada uno de los capítulos va precedido por una introducción temática o biográfica en letra cursiva, seguida de una cuidada bibliografía dedicada a las fuentes (cuyas siglas aparecen en las abreviaturas de las páginas 29-36), a las biografías y a los estudios. Estas bibliografías parciales explican la omisión de una bibliografía general, que es sustituida ventajosamente con un abundante índice de materias (pp. 853-887). Los textos son habitualmente breves, pues los más largos se suelen dividir en varios números. Al final de cada número se ofrecen las palabras claves que serán recogidas en el índice global de materias. Hay dos iniciativas que favorecen el atractivo del libro. En la primera página de cada autor espiritual aparece, junto a su firma, el retrato del mismo, recreado por Ignasi Flores con trazos que definen el carácter de las personas. 

Es lógico que la extensión de las páginas y números sea desigual, a tono con la importancia de los personajes. De las 887 páginas del libro, la mayor parte (770) se dedican a los 19 escritores. Los diez primeros compañeros llenan 430 páginas, aunque de manera desigual, pues los tres primeros (los santos Ignacio, Fabro y Javier) ocupan la mitad de ese espacio, mientras los otros siete se reparten la otra mitad (Laínez, Salmerón, Bobadilla, Rodríguez, Jayo, Broët y Codure). Los tres últimos escribieron poco y murieron pronto, lo que explica el escaso espacio que ocupan en la antología. El segundo grupo lo forman seis figuras señeras, a las que se han dedicado 270 páginas, que equivalen a un promedio de 45. Aunque también hay diferencias. Nadal es el más favorecido, con 66 páginas y 104 textos. El tercer grupo lo forman tres jesuitas, que se reparten 70 páginas y 94 números. 

Sería interminable referir los sentimientos o sugerencias de tantos textos. Ha sido un acierto incluir las deliberaciones de 1539 entre los documentos de la primera Compañía. En cambio, resulta extraño que se haya preferido la fórmula del Instituto de 1550 (bula de Julio III) a la de 1540 (bula fundacional de Paulo III). 

Los textos dedicados a San Ignacio son 203. La “experiencia” aparece clara en los textos de la Autobiografía y del Diario. La “doctrina” se sustenta en los Ejercicios y Constituciones. Y la “praxis” fundamentalmente en las cartas. Siempre resulta grato recordar los textos claves del Fundador. En la selección de las Constituciones aparecen los textos medulares de la espiritualidad ignaciana, tomados del Examen General, que se formulaban en las antiguas reglas del sumario de las Constituciones (reglas 1, 11, 12, 17, 31, 34, 45, 46, 51, por ejemplo). Preciosos los textos tomados del Memorial de Fabro, en los que junta historia y oración, y de sus cartas, tan devotas y cordiales. Lo mismo puede decirse de las cartas de Javier, en las que confiesa sus consolaciones, su celo apostólico y el recuerdo entrañable de sus compañeros. Javier era conversador (el diálogo con el brahmán, p. 272) y realista (al exigir cualidades para la misión, “más es para mancebos que no para viejos”, p. 278). Laínez nos dejó datos importantísimos de los compañeros de París y Venecia. En la doctrina decía cosas sustanciosas en breves palabras. También Salmerón guardaba buen recuerdo de Ignacio, que “nos engendró a todos en Cristo” (p. 360), aunque años después no ocultaba sus quejas ante algunas desconsideraciones, ni tenía reparo en criticar un libro de Laínez. Bobadilla es todo “experiencia y praxis” en su autobiografía pintoresca y sincera. No le ponen el apartado de “doctrina”, pues lo suyo era ser apóstol ambulante e incansable. Rodríguez hizo también memoria de sus primeros compañeros. Su fama de hombre díscolo no casa con la ternura y devoción de sus cartas y avisos espirituales. Jayo dejó constancia de su labor en Alemania, Broët de su difícil misión en Irlanda, y Codure, el primero que murió (1541), redactó la deliberación de los diez primeros compañeros. 

Borja nos proporciona datos históricos muy interesantes (carta de despedida a Carlos V). Su diario espiritual es devoto y jugoso. Expone la doctrina con buen estilo castellano en el evangelio meditado y en su tratado sobre la oración. En la praxis insiste en que los súbditos deben ser tratados con caridad, blandura y comprensión para los más débiles. Nadal es el eco de Ignacio y su mejor devoto. Los datos de su vocación contienen datos históricos interesantes. Nadie como él supo captar, en sus adnotationes y pláticas, la doctrina del fundador y el modo de proceder de la Compañía. Polanco no se limitó a ser el fiel secretario de Ignacio. Fue un gran pastoralista, que consolaba a su madre cuando quedó viuda y aconsejaba a la Duquesa de Florencia sobre los peligros y remedios de su cargo. Proponía también soluciones para la reforma de la Iglesia. El relato del P. Cámara sobre cómo logró arrancar a Ignacio las confidencias de su Autobiografía no tiene desperdicio. Ribadeneira fue el primer biógrafo oficial de Ignacio, al que se dirigió con oraciones que serán recitadas por generaciones de jesuitas. Por otra parte criticaba los defectos, aunque no formó parte de los memorialistas descontentos. No hubiera estado de más incluir algunos párrafos sobre los defectos de la Compañía, y –como contraste– la “summa et scopus nostrarum Constitutionum”, que se le atribuye en la primera edición de las mismas. San Pedro Canisio cierra el apartado con textos de su autobiografía, diario espiritual y testamento espiritual. Cuando tenía 75 años escribió a Aquaviva una carta conmovedora pidiéndole humildemente perdón por sus defectos (p. 740). 

El tercer grupo de autores espirituales enfoca sus escritos con preferencia al tema de la oración. Sus textos revelan la importancia que se daba no sólo a la oración en sí, sino al modo de hacerla. Álvarez y Cordeses recomendaban un modo de oración de quietud y misticismo que, según Mercurián, se apartaba del modo de orar de los Ejercicios. Baltasar Álvarez fue maestro de oración y director espiritual (se transcribe la carta a Santa Teresa consolándola en la adversidad, p. 783). Cordeses fue un buen comentarista de los Ejercicios, y propuso en su Itinerario de la perfección siete jornadas de progreso espiritual desde la penitencia hasta la oración intelectiva. Frente al posible iluminismo de estos métodos, el General Mercurián propugnaba la oración apostólica propia de la Compañía y el modo ignaciano “el cual es harto llano” (p. 822). Su carta sobre el modo de gobernar con caridad y sensatez ha merecido figurar entre las cartas selectas de los Padres Generales. 

Los textos de esta antología no dejarán indiferentes a los lectores. Hay algunos de sobra conocidos, que serán recordados con agrado. La mayor parte resultarán novedosos para los no especialistas. Pero todos son oportunos en su diversidad. Los primeros jesuitas han trazado verdaderos retratos espirituales de sí mismos. Sus aventuras en la búsqueda de Dios se expresan de muchas maneras, en oraciones, decisiones o reflexiones de hondo calado espiritual. Los datos históricos aparecen aquí y allá, sembrados a voleo. Y junto a ellos, toda una gama de soluciones doctrinales o prácticas, desde las recetas ascéticas hasta los fervores místicos. La antología será un instrumento útil para los dedicados a la teología espiritual y para los estudiosos de la espiritualidad ignaciana. Será también una herramienta preciosa para los que practiquen Ejercicios Espirituales. 


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