lunes, 22 de septiembre de 2025

Pseudo-Clemente de Roma: Los reconocimientos. Por Jaime Vilarroig

Pseudo-Clemente de Roma: Los reconocimientos. Ciudad Nueva, Madrid, 2021. 441 páginas. Biblioteca patrística 119. Introducción, edición y notas de Jerónimo Leal. Comentario realizado por Jaime Vilarroig Martín (jaime.vilarroig@uchceu.es Profesor titular de Antropología Filosófica, Universidad CEU Cardenal Herrera, Castellón).

Estamos ante un curioso ejemplar de literatura patrística. Curioso no sólo porque no se trata de un tratado teológico, sino porque además se atribuyó durante siglos a Clemente de Roma, tercer Pontífice de la Iglesia Católica. Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos califica a esta novela (pues este es su género literario) de joya, aunque compuesta por ebionitas (cristianos judaizantes) en torno al siglo III. Seguramente el juicio está justificado, dada la insistencia en presentar a Jesús como profeta y algunos detalles extraños como la negativa de San Pedro a comer carne o a mezclarse en sus comidas con los que no hubieran recibido el bautismo.

La novela tiene una parte de acción mínima y una parte abultada de discursos y razonamientos. Narra los viajes apostólicos de san Pedro, acompañado por varios discípulos, entre ellos Clemente de Roma. Entreverado con las idas y venidas evangelizadoras del primer apóstol, la mitad del libro aproximadamente se dedica en gran parte a las polémicas de san Pedro con Simón el mago; la segunda parte contiene el emotivo relato del descubrimiento de Clemente de sus verdaderos padres, a los que consideraba perdidos (de ahí el título: Reconocimientos).

De todos los aspectos que pudieran comentarse del libro nos interesa uno especialmente y que justificaría una reseña en esta revista Razón y Fe: la lucha contra la superstición. Resulta gratificante comprobar cómo desde los mismísimos inicios del cristianismo se traza con nitidez la línea que separa lo religioso de lo supersticioso, más allá de simplificaciones tópicas que identificaría lo religioso como “lo nuestro” y lo supersticioso como “lo ajeno”. Simón el mago es el paradigma de persona supersticiosa y farsante, a la que se va poniendo en evidencia no sólo por el conocimiento completo de sus circunstancias vitales sino también por las inconsistencias de sus razonamientos que evidencia san Pedro en sus polémicas con él.

La religión del Logos es también la religión de la razón, por ello dice san Pedro: “No creas que nosotros decimos que todas estas verdades han de ser recibidas sólo por la fe, sino que afirmamos que deben ser establecidas también por la razón. Porque no es seguro entregarse a esta fe desnuda sin el auxilio de la razón, puesto que no hay verdad alguna que esté desposeída de la razón” (II, 69.1). Por ello, la espléndida crítica que se realiza a la religión pagana (X, 18-28) no se hace desde supuestos cristianos sino desde premisas racionales. En este sentido recuerda mucho las diatribas de Luciano de Samosata contra la superstición en general (aunque este incluyera también una versión deforme y malintencionada del cristianismo mismo).

La crítica que la novela hace de la astrología (VIII) recoge abundantes tópicos paganos habituales en la crítica a esta pseudociencia, sobre la que también insistiría san Agustín siglos más tarde. Por ejemplo: el destino desigual para dos niños gemelos nacidos en la misma hora contradice directamente las creencias astrológicas. Y si la contracrítica se reafirma diciendo que en realidad dos nacimientos seguidos se producen en momentos distintos, la crítica de la contracrítica redargüirá que en tal caso es imposible a un entendimiento humano conocer todas las particularidades del cielo con tanta precisión como pretende la astrología.

El libro se manifiesta como buen conocedor de la filosofía griega en la crítica que esta hacía de la religión tradicional. La explicación que la novela da a propósito de la creación de los dioses antiguos (IV, 28) coincide plenamente con la teoría evemerista: los dioses no son más que grandes hombres a los que se acabó divinizando; el paso del tiempo ha conducido al olvido de su humanidad y a su posterior glorificación. Cosa difícil de aplicar a Jesucristo, dada su doble condición humana y divina, insistentemente mantenida por la Iglesia.

¿Será entonces que la obra que nos ocupa defiende una especie de cristianismo racional para élites intelectuales? No, porque además de contener esta crítica racional a las supersticiones antiguas se insiste en que lo importante no es conocer toda la inmensa vastedad de cuestiones sutiles que podrían proponerse. Se rechaza así sin mencionarlo explícitamente el gnosticismo. A propósito de esto, se afirma que “tampoco hemos de ser juzgados porque ignoremos cómo haya sido el hecho del mundo; sino solamente porque desconozcamos su Creador, y conoceremos a este criador del mundo como Dios justo y bueno, si le buscamos por las sendas de la justicia” (III, 37.6).

Estas últimas palabras nos indican que hay algo más: lo importante no son tanto las cuestiones teóricas cuanto las buenas obras (II, 20, 22). El cristiano honra a Dios haciendo bien al prójimo, no mediante discursos más o menos vanos. “Si, pues, queréis verdaderamente honrar la imagen de Dios (os decimos la verdad) haced bien a los hombres que han sido hechos a imagen de Dios, dadles honor y reverencia; dad al hambriento comida, al sediento bebida (...). Al contrario, estad seguros de que el que comete homicidio o adulterio, o cualquier otra cosa de las que perjudican y dañan a los hombres, en todas estas cosas viola la imagen de Dios” (V, 23.3 y 6). Así que la superioridad cristiana no está solo en la crítica teórica a la vana superstición, sino en las buenas obras que todo seguidor de Cristo está llamado a promover.

En definitiva, aunque la lectura resulta a veces un tanto farragosa por la cantidad de discursos, se trata de un sorbo de agua fresca que reconcilia al cristiano con su pasado más remoto: el cristianismo no es supersticioso e identifica el culto a Dios con el servicio al prójimo. Todo ello enmarcado en un ambiente de libre discusión de ideas y de libertad, puesto que, como afirma San Pedro en el relato, “la salvación no se adquiere por la fuerza, sino con la libertad” (X, 2.5). 

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