Al-Aswany, Alaa: El Automóvil Club de Egipto. Mondadori, Barcelona, 2015. 510 páginas. Traducción de Álvaro Abella Villar. Comentario realizado por Fátima Uríbarri (periodista, fauribarri@gmail.com).
El padre del escritor egipcio Alaa Al-Aswany fue abogado del Automóvil Club de Egipto de El Cairo. El escritor recuerda haber acompañado a su padre al club en los años 60. Era un lugar entonces en decadencia pero conservaba el aura de sus tiempos de esplendor, y los trabajadores lo recordaban. “Los porteros, camareros, cocineros, todos los del servicio trabajaban allí desde hacía tiempo, en los años en los que acudía el rey”, cuenta Al-Aswany.
Este club, absolutamente inglés y colonial, es el eje de la nueva novela del autor de El edificio Yacobián. Se fundó en los años 40, lo dirigía un inglés, lo frecuentaban el rey, los extranjeros y la oligarquía cairota, y lo limpiaban humildes egipcios mal pagados a los que se podía golpear y humillar.
Alaa Al-Aswany sitúa la trama de esta magnífica novela en los años 40, una época de lo más interesante, en la que el escritor ve claros paralelismos con la actualidad. “Entonces todo el mundo sabía que iba a caer el rey y no sabía qué iba a suceder después˝, ha contado el autor. En los años 40 se barruntaba un cambio y se deseaba, pero daba miedo lo que viniera después. Aquella situación le recuerda a Al-Aswany a la primavera árabe porque supuso el fin de un largo periodo tras el que había que afrontar nuevas incertidumbres, igual que tras la caída de Mubarak.
El padre del escritor egipcio Alaa Al-Aswany fue abogado del Automóvil Club de Egipto de El Cairo. El escritor recuerda haber acompañado a su padre al club en los años 60. Era un lugar entonces en decadencia pero conservaba el aura de sus tiempos de esplendor, y los trabajadores lo recordaban. “Los porteros, camareros, cocineros, todos los del servicio trabajaban allí desde hacía tiempo, en los años en los que acudía el rey”, cuenta Al-Aswany.
Este club, absolutamente inglés y colonial, es el eje de la nueva novela del autor de El edificio Yacobián. Se fundó en los años 40, lo dirigía un inglés, lo frecuentaban el rey, los extranjeros y la oligarquía cairota, y lo limpiaban humildes egipcios mal pagados a los que se podía golpear y humillar.
Alaa Al-Aswany sitúa la trama de esta magnífica novela en los años 40, una época de lo más interesante, en la que el escritor ve claros paralelismos con la actualidad. “Entonces todo el mundo sabía que iba a caer el rey y no sabía qué iba a suceder después˝, ha contado el autor. En los años 40 se barruntaba un cambio y se deseaba, pero daba miedo lo que viniera después. Aquella situación le recuerda a Al-Aswany a la primavera árabe porque supuso el fin de un largo periodo tras el que había que afrontar nuevas incertidumbres, igual que tras la caída de Mubarak.
“¿Estamos preparados para pagar el precio de la libertad?”, se pregunta Al-Aswany, el dentista egipcio que se ha convertido en uno de los escritores más prestigiosos del mundo árabe. De esto habla esta novela, del precio de la libertad, de la lucha por conseguirla y de miedo, sumisión, colonialismo... El ansia por romper las cadenas y el temor a quedar desguarecido por haberlo hecho es el corazón de esta novela coral protagonizada por la familia de Abdelaziz, un hombre de bien “de la noble estirpe de los Hamman, señores del Said”.
Abdelaziz era un señor en su pueblo y ahora es un criado en El Cairo. Su generosidad lo ha llevado a la ruina: nunca niega lo que se le pide, su casa es hospedaje permanente para su gente. Siente Abdelaziz que su linaje le obliga a ello. Por eso se ha empobrecido y se ha visto obligado a emigrar a la capital. No tiene dinero pero no ha perdido el sentido del honor y la dignidad. Él, su mujer, sus cuatro hijos, sus vecinos y el resto de criados y empleados del Automóvil Club de Egipto son los protagonistas de esta novela con la que Al-Aswany hace una radiografía del Egipto del siglo XX y escribe una novela sobre la construcción de la identidad del país y del nacimiento de un sentimiento, de una emoción. También es un grito contra la injusticia y el abuso.
Ha contado Al-Aswany que le ha sido muy útil haber estudiado en el Liceo francés de El Cairo porque allí conoció la enorme diversidad de su país y se codeó con los extranjeros, con los que amaban aquella tierra y los que la odiaban. También los extranjeros desfilan por las páginas de El Automóvil Club de Egipto y algunos de ellos pronuncian tesis terribles: “No se pueden comparar los derechos de europeos y egipcios”, proclama, por ejemplo, Mr. Wright, director del Automóvil Club de Egipto.
Duelen más los latigazos reales y verbales de Kuu, el chambelán inmisericorde, tirano, salvaje, que apalea a los criados pero se dobla hasta el suelo en reverencias a sus superiores. Kuu es brutal e implacable porque cree que hay seres superiores e inferiores y hay asuntos en los que la justicia no tiene razón de ser. “La justicia echa a perder a los sirvientes porque quien está acostumbrado a la injusticia no puede entender la justicia”, sostiene. Hay que apalear a los sirvientes, porque si no, no trabajan; siempre ha sido así, es lo natural, opina Kuu. Es el gorila que machaca a los suyos y les exige sumisión absoluta. Él mismo es sumiso con el rey y los extranjeros porque los considera superiores. La sumisión, la cobardía, la preferencia por lo malo conocido está presente en la dura vida de los sirvientes, incapaces de ver un final a una situación que aceptan porque no creen posible que exista otra alternativa. Pero también entre ellos hay personalidades compactas y sobresalientes. Si en algo destaca Al-Aswany es en la construcción de personajes. Abundan en sus novelas, pero no son manadas uniformes sino grupos de personas creíbles y enteras.
Esta novela social y coral está poblada por personajes rotundos, tremendos y muy creíbles. Llevan la batuta protagonistas como Kemal y Saliha, cuyas voces se suceden en los capítulos del libro. Al-Aswany intercala el relato en tercera persona y en pasado con el testimonio de los dos hermanos y sus vivencias presentes, lo cual acelera el ritmo de la novela, inyecta acción y le da un aire muy cinematográfico.
¡Qué maestría tiene Al-Aswany para trenzar tramas corales! Lo demostró en El edificio Yacobián, la novela que lo catapultó a la fama en el mundo árabe primero y en el mundo entero después. Ahora lo vuelve a hacer, despliega un abanico de personajes magníficos, los suelta en la calle y durante un momento crucial de sus vidas los empareja con el lector. Con un estilo directo y realista, y de una manera implacable pero tierna, Al-Aswany nos introduce en la casa de una familia, en las dependencias de los sirvientes del club elitista, en los sótanos donde se reúnen soñadores y revolucionarios, en las alcobas de muchachas recién casadas, las azoteas donde las jóvenes aprovechan para coquetear en el momento de tender la ropa o en las lujosas villas que utiliza el rey para disfrutar de un abusivo y desquiciante derecho de pernada que lleva a su lecho a cantantes, bailarinas, aristócratas, esposas de gerifaltes y ministros... a todas las que su majestad quiera.
Los pasajes de la novela dedicados a las andanzas amatorias del monarca y la servil actitud con la que sus súbditos la aceptan recuerdan a La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa y abren un nuevo punto de denuncia. Esta vez es un dardo contra la oligarquía cómplice de la corrupción, culpable de los desequilibrios y víctima a su vez de los caprichos del tirano. Tampoco las mujeres a las que el rey quiere meter en su cama se rebelan. Los oligarcas son como Kuu, desprecian y machacan a los que tienen menos suerte que ellos y se humillan frente a los más poderosos. Son magníficas las escenas en las que se muestra la torticera moral de la corte. Es perfecto el personaje de Carlo Botticelli, el alcahuete del rey, y son muy pertinentes sus observaciones acerca del comportamiento de esas féminas elegidas para contentar al rey que disimulan su venta con disimulos. “Las mujeres poseían una capacidad sorprendente para ignorar la realidad y engañarse”, reflexiona el despreciable Botticelli. El temor a caer en desgracia, ya sea a ojos del rey ‘señor de las tierras y de quienes las habitan’ o de Kuu, capataz de los sirvientes, paraliza a las víctimas de sus desmanes. Al-Aswany es muy hábil en desnudar la hipocresía, habitante de El Automóvil Club de Egipto y de El edificio Yacobián. Además, en todos los escenarios, los humildes y los suntuosos, el autor consigue intrigar al lector. Cada capítulo termina en un “ay”. Al-Aswany deja a un personaje en una situación comprometida y a continuación nos enreda en la peripecia con la que antes nos dejó inquietos y expectantes. Es este un recurso antiguo. Y funciona. A los lectores les gusta zambullirse en una historia y dejar que la corriente les traslade hasta el final sin respiro.
El lenguaje es directo, muy descriptivo y muy visual. Al tendero Ali Paloma, por ejemplo, un hombre vago y mezquino, nos lo sitúa en su comercio de esta manera: “Permanecía al acecho, aguardando, latente como una bacteria, reservando sus energías para momentos de necesidad”. En cuanto a las formas, hay en esta ocasión un par de elementos que no acaban de encajar en tan preciso y deslumbrante engranaje. El primero es el arranque meta literario con los personajes visitando la casa del autor. Después nos cuenta Al-Aswany, y muy bien contada, por cierto, la historia del alemán Karl Benz, su obsesión, tropiezos y dificultades para inventar el automóvil. Es una introducción muy instructiva, pero quizás prescindible. La novela comienza de verdad con las peripecias del bueno de Abdelaziz y su familia y desde ahí nos desliza con suavidad y sin detenernos por las emociones, desilusiones, amores, andanzas políticas y peligros de unos personajes que se quedan dentro del lector también cuando finaliza la lectura.
Abdelaziz era un señor en su pueblo y ahora es un criado en El Cairo. Su generosidad lo ha llevado a la ruina: nunca niega lo que se le pide, su casa es hospedaje permanente para su gente. Siente Abdelaziz que su linaje le obliga a ello. Por eso se ha empobrecido y se ha visto obligado a emigrar a la capital. No tiene dinero pero no ha perdido el sentido del honor y la dignidad. Él, su mujer, sus cuatro hijos, sus vecinos y el resto de criados y empleados del Automóvil Club de Egipto son los protagonistas de esta novela con la que Al-Aswany hace una radiografía del Egipto del siglo XX y escribe una novela sobre la construcción de la identidad del país y del nacimiento de un sentimiento, de una emoción. También es un grito contra la injusticia y el abuso.
Ha contado Al-Aswany que le ha sido muy útil haber estudiado en el Liceo francés de El Cairo porque allí conoció la enorme diversidad de su país y se codeó con los extranjeros, con los que amaban aquella tierra y los que la odiaban. También los extranjeros desfilan por las páginas de El Automóvil Club de Egipto y algunos de ellos pronuncian tesis terribles: “No se pueden comparar los derechos de europeos y egipcios”, proclama, por ejemplo, Mr. Wright, director del Automóvil Club de Egipto.
Duelen más los latigazos reales y verbales de Kuu, el chambelán inmisericorde, tirano, salvaje, que apalea a los criados pero se dobla hasta el suelo en reverencias a sus superiores. Kuu es brutal e implacable porque cree que hay seres superiores e inferiores y hay asuntos en los que la justicia no tiene razón de ser. “La justicia echa a perder a los sirvientes porque quien está acostumbrado a la injusticia no puede entender la justicia”, sostiene. Hay que apalear a los sirvientes, porque si no, no trabajan; siempre ha sido así, es lo natural, opina Kuu. Es el gorila que machaca a los suyos y les exige sumisión absoluta. Él mismo es sumiso con el rey y los extranjeros porque los considera superiores. La sumisión, la cobardía, la preferencia por lo malo conocido está presente en la dura vida de los sirvientes, incapaces de ver un final a una situación que aceptan porque no creen posible que exista otra alternativa. Pero también entre ellos hay personalidades compactas y sobresalientes. Si en algo destaca Al-Aswany es en la construcción de personajes. Abundan en sus novelas, pero no son manadas uniformes sino grupos de personas creíbles y enteras.
Esta novela social y coral está poblada por personajes rotundos, tremendos y muy creíbles. Llevan la batuta protagonistas como Kemal y Saliha, cuyas voces se suceden en los capítulos del libro. Al-Aswany intercala el relato en tercera persona y en pasado con el testimonio de los dos hermanos y sus vivencias presentes, lo cual acelera el ritmo de la novela, inyecta acción y le da un aire muy cinematográfico.
¡Qué maestría tiene Al-Aswany para trenzar tramas corales! Lo demostró en El edificio Yacobián, la novela que lo catapultó a la fama en el mundo árabe primero y en el mundo entero después. Ahora lo vuelve a hacer, despliega un abanico de personajes magníficos, los suelta en la calle y durante un momento crucial de sus vidas los empareja con el lector. Con un estilo directo y realista, y de una manera implacable pero tierna, Al-Aswany nos introduce en la casa de una familia, en las dependencias de los sirvientes del club elitista, en los sótanos donde se reúnen soñadores y revolucionarios, en las alcobas de muchachas recién casadas, las azoteas donde las jóvenes aprovechan para coquetear en el momento de tender la ropa o en las lujosas villas que utiliza el rey para disfrutar de un abusivo y desquiciante derecho de pernada que lleva a su lecho a cantantes, bailarinas, aristócratas, esposas de gerifaltes y ministros... a todas las que su majestad quiera.
Los pasajes de la novela dedicados a las andanzas amatorias del monarca y la servil actitud con la que sus súbditos la aceptan recuerdan a La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa y abren un nuevo punto de denuncia. Esta vez es un dardo contra la oligarquía cómplice de la corrupción, culpable de los desequilibrios y víctima a su vez de los caprichos del tirano. Tampoco las mujeres a las que el rey quiere meter en su cama se rebelan. Los oligarcas son como Kuu, desprecian y machacan a los que tienen menos suerte que ellos y se humillan frente a los más poderosos. Son magníficas las escenas en las que se muestra la torticera moral de la corte. Es perfecto el personaje de Carlo Botticelli, el alcahuete del rey, y son muy pertinentes sus observaciones acerca del comportamiento de esas féminas elegidas para contentar al rey que disimulan su venta con disimulos. “Las mujeres poseían una capacidad sorprendente para ignorar la realidad y engañarse”, reflexiona el despreciable Botticelli. El temor a caer en desgracia, ya sea a ojos del rey ‘señor de las tierras y de quienes las habitan’ o de Kuu, capataz de los sirvientes, paraliza a las víctimas de sus desmanes. Al-Aswany es muy hábil en desnudar la hipocresía, habitante de El Automóvil Club de Egipto y de El edificio Yacobián. Además, en todos los escenarios, los humildes y los suntuosos, el autor consigue intrigar al lector. Cada capítulo termina en un “ay”. Al-Aswany deja a un personaje en una situación comprometida y a continuación nos enreda en la peripecia con la que antes nos dejó inquietos y expectantes. Es este un recurso antiguo. Y funciona. A los lectores les gusta zambullirse en una historia y dejar que la corriente les traslade hasta el final sin respiro.
El lenguaje es directo, muy descriptivo y muy visual. Al tendero Ali Paloma, por ejemplo, un hombre vago y mezquino, nos lo sitúa en su comercio de esta manera: “Permanecía al acecho, aguardando, latente como una bacteria, reservando sus energías para momentos de necesidad”. En cuanto a las formas, hay en esta ocasión un par de elementos que no acaban de encajar en tan preciso y deslumbrante engranaje. El primero es el arranque meta literario con los personajes visitando la casa del autor. Después nos cuenta Al-Aswany, y muy bien contada, por cierto, la historia del alemán Karl Benz, su obsesión, tropiezos y dificultades para inventar el automóvil. Es una introducción muy instructiva, pero quizás prescindible. La novela comienza de verdad con las peripecias del bueno de Abdelaziz y su familia y desde ahí nos desliza con suavidad y sin detenernos por las emociones, desilusiones, amores, andanzas políticas y peligros de unos personajes que se quedan dentro del lector también cuando finaliza la lectura.
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