Arroyo Stephens, Manuel: Pisando ceniza. Turner, Madrid, 2015. 345 páginas. Por Jorge Sanz Barajas (profesor de Literatura Española. Colegio “El Salvador” de Zaragoza. E-mail: jsanz@jesuitaszaragoza.es).
«Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico.»
Así rezaban los versos de Juan Ramón. Este precioso libro de relatos que parecen memorias, de Manuel Arroyo Stephens, tiene la virtud de no ser exactamente ni lo uno ni lo otro, sino una mirada de reojo a la melancolía, a las huellas que quedan en nosotros al marchar en esa hora última las personas a las que amamos. No es un libro de duelo, no es una anatomía del dolor, no es un libro sobre la muerte y la desolación; es, ante todo, un libro sobre la belleza de la vida amarga, de los largos tragos compartidos, del regusto acerbo y profundo que deja haber vivido. Como decía uno de los protagonistas de estas historias, José Bergamín, “para no preocuparse de la muerte, lo mejor es ocuparse de ella”. Conocí a Manuel Arroyo hace muchos años, presentando un libro de José Antonio González Casanova en la Residencia de Estudiantes una noche de invierno de 1995. Allá estaba Fernando, el hijo de Bergamín, pero también el de Emilio Prados, el de José Moreno Villa, estaba Pepín Bello, el Doctor Barros. La noche acabó con la voz de Rancapino en alguna taberna enajenada ya por tanta vida en pos de la ceniza. Unos años después llegó a mis manos La despedida, un librito maravilloso en el que narraba la muerte de Bergamín, del mismo modo que este había contado la larga agonía de casi cuarenta horas de Ignacio Sánchez Mejías en Muerte perezosa y larga, encerrada en aquellos misteriosos versos de Lope:
«Y si preguntarme quieres muerte perezosa y larga, por qué para mí lo eres, ven presto, que con venir el porqué podrás saber y vendrá a ser, al partir, pues el morir es placer, porqué el placer de morir».
En cierto modo, el círculo quedaba cerrado para mí pues mi tío abuelo, el torero Fausto Barajas, quien tomó la alternativa del propio Sánchez Mejías y con quien sostuvo un mítico mano a mano en la Monumental de Barcelona en 1924, murió a los treinta y dos años alejado de los ruedos, muerte apresurada, en accidente de tráfico.
El libro es sencillamente delicioso. Los dos últimos relatos en los que narra la muerte de su madre y de su hermano, resuenan en su prosa larga y estilizada al relato que cierra Dublineses, de Joyce, ese monólogo final de Gabriel Conroy junto al lecho conyugal en Los muertos, viendo caer la nieve sobre los campos de Irlanda. No en vano, por las venas de Manuel Arroyo Stephens corre un cuarto de sangre irlandesa. Pudiera parecer, como dicen Félix de Azúa o Andrés Trapiello, dos de los escritores que ya han recomendado el libro, que se trata del texto de un outsider literario. Pero no es así. Manuel Arroyo llevaba cocinando este libro muchos años: más de treinta. Incluso llegó a creerlo perdido por un problema informático. Fue entonces cuando decidió que ya estaba maduro. ¿Para los lectores? ¿Para él? Es difícil saberlo. Un libro está hecho cuando pide salir porque su tiempo empieza. El tiempo de los libros no es el de los editores ni el de los lectores: late dentro de ellos como una espoleta a punto de saltar. Está lo suficientemente alejado de los hechos narrados que ya cabe hablar de él como ficción. Pero no nos engañemos, cualquier recuerdo es ficción. Son memorias que, a pesar de la lejanía de los hechos narrados, todavía tiemblan de frío.
Hoy podría sonar extraño que alguien se jugara los cuartos editando durante el franquismo las viejas revistas republicanas, como lo hacía Manuel Arroyo, “Cruz y Raya”, “El mono azul” o “La Gaceta Literaria” revivieron en sus antológicos facsímiles editados desde Vaduz por Topos Verlag de manera que pudieran ser conocidos en España. Manuel Arroyo nos cuenta cómo comenzó a introducir para Turner (librería y editorial) aquellos libros prohibidos durante la dictadura: “En poco tiempo dominé el negocio del contrabando”, la clave consistía en denominar como colecciones de clásicos aquellos libros, sin cometer el error de citar a Lord Byron en las cajas para burlar al policía cuya única encomienda parecía ser evitar la entrada en España de la literatura del aquel depravado poeta inglés. Unos billetes de mil pesetas en el bolsillo del funcionario de correos, el señor Hermida, según el número de cajas que iban pasando, hacían el resto.
Pero si este libro se desocupa de algo, es del duelo. Esa fijación por observarse a uno mismo tras la muerte del otro, esa preocupación por el propio dolor nos hace afrontar la muerte como el torero que se dedica a dar mantazos y reolinas, cuando lo que pide el toro es esperarlo y torear de verónicas, con el capote sujeto solo con las manos, mostrando el rostro, poniendo a bulto el cuerpo, como hacía el maestro Rafael de Paula. Arroyo, entre sus numerosísimos quehaceres, cuenta el de haber sido apoderado del torero gitano, como lo fue de la cantante Chavela Vargas. El relato acerca de cómo siguieron José Bergamín y él al diestro, tras aquella épica faena de 1979 en Vista Alegre, como quien busca al Mesías a lo largo y ancho de la península, tiene un punto apostólico y sin duda, romántico.
Ya hemos citado, sin quererlo o quizá queriéndolo, a dos protagonistas de estos relatos: José Bergamín, escritor y editor, brota en el relato como el maestro de edición de Manuel Arroyo, que lo fue de Turner. Si en “La despedida” narraba estas últimas horas de JB, en este relato se retrotrae más allá de esa hora última, hasta el momento en que decide publicar por fin todos sus versos, su testamenta, el esqueleto de su pensamiento. El relato “Región luciente” juega con el adjetivo: luciente como el demonio es ese traje que en medio del ruedo le recuerda al público que el torero es el pueblo frente al toro, efigie de la muerte. JB fue quizá el escritor más luminoso de esta generación, y quizá lo fue tanto que se “icarizó” a sí mismo hasta arder en los altares equívocos de la transición. Todo por no callar. Tanto ardió el propio JB que en el relato ni siquiera aparece su nombre, “sueño de una sombra, el hombre” Calderón dixit. Arroyo insiste en que hay cosas que son ciertas sobre él y otras, no. Cierto. Pero de Bergamín, la leyenda es tal que nunca se sabe qué es polvo y qué es ceniza.
El primer relato, “Un librero de viejo”, rememora al mítico librero y editor Enrique Montero (Enrique Moreno en la ficción) en la tertulia de Don Bartolomé March, hijo del “último pirata del Mediterráneo”. La belleza y la sorpresa con que narra el momento en que le permite al autor penetrar en la sagrada cripta de sus libros, de la que todos hablaban pero nadie conocía, juega con tal gracia y volapié que le queda necesidad al lector de unas cuantas páginas más describiéndola: quizá quinientas. El sombrío mundo de los libreros de viejo, lleno de luces encerradas entre ácaros y hojas polvorientas, asoma entre las páginas como el aroma de un buen vino.
Ese mismo bálsamo aflora en el relato “Melancolía del torero”, en el que parte de aquella mítica faena de Rafael de Paula en 1979 en Vista Alegre compartiendo cartel con Curro Romero y Antonio Bienvenida, que se despedía de los ruedos precisamente allí. La belleza de aquella danza obligó a Arroyo y JB a seguir al profeta gitano a lo largo de años por cualquier plaza en que lidiara: JB escribirá sobre su arte La música callada del toreo, Arroyo la editará y De Paula dirá con muleta y espada lo que aquel escribió con palabras. Un círculo bellísimo de amistad mortal. La amargura de Antonio Ordóñez no enfría la luz: las palabras que declara en una conversación con Manuel Arroyo son devastadoras para un torero: “No va a quedar nada porque la fotografía y el cine son una mentira y los que crean que se ve algo ahí se engañan miserablemente. El toreo se hace en el instante y en el instante se muere“. Ordóñez, un torero mucho más técnico quizá, sobrepasado por varias faenas antológicas de De Paula, se rozaba las cicatrices y declaraba que esos “tres pases con sentimiento” que llevaba dibujados en el cuerpo desaparecerían con él.
Los tres últimos relatos, “Palangana”, “En la tumba de mi hermano” y “Responso”, narran la despedida del amigo, el hermano y la madre. La belleza es abrasadora. Manuel Arroyo logra que lo que la memoria esconde con una mano lo muestre con la otra. Así se escribe un gran libro.
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