lunes, 29 de abril de 2019

Gustavo Martín Garzo: La ofrenda. Por Jorge Sanz Barajas

Martín Garzo, Gustavo: La ofrenda. Galaxia Gutenberg, 2018, 297 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española, Colegio “El Salvador”, Zaragoza. E-mail: jsanz@jesuitaszaragoza.es).
 
Moneda de amor y horror

Martín Garzo nos tiene acostumbrados a una literatura de resonancia; como los buenos sabores, como esos aromas que nos transportan a territorios conocidos, a mapas latentes, sus libros despiertan los viejos mitos y, en cascada, las novelas o las películas que los mantuvieron vivos. La ofrenda se inspira en aquellas películas de serie B de los años cincuenta que completaban nuestra imaginación y le daban cuerpo a nuestros monstruos. El relato en este caso La bella y la bestia, leyenda tradicional francesa que bien pudiera tener como origen la fábula de Cupido y Psique que Apuleyo narrara en El asno de oro. Ese relato viajero, cuyo pulso latió durante toda la modernidad para hacer comprensible esa anómala atracción amorosa hacia lo feo, emergió con frecuencia en el siglo XX, y Martín Garzo pone el acento en la película La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon) de Jack Arnold (1955), como ya antes lo había hecho Carl Denham en King Kong (1933) o Jean Cocteau en La bella y la bestia (1945). La diferencia entre estas películas y la novela que nos ocupa es que la punta narrativa radica en el deseo de la mujer, mientras que en las películas navegaba a través de la bestia fascinada por la belleza.

El deseo femenino es una tónica dominante en los relatos de Martín Garzo. Patricia Ayala, la protagonista, huye de una extraña pasión, pero su destino es caer en otra aún más telúrica. Conoce de cerca la muerte del ser cuidado, escapa de un amor doloroso y desteje su seguridad en un extraño lago donde todo es llamada y amenaza. Vibra aún el relato de Kafka “El híbrido”, al que alude el autor: en él, el protagonista recibe como herencia un extraño animal, mitad gato mitad cordero, cuyo cuidado le impide incluso destruirse; no sabe por qué debe ocuparse del animalito, pero la tradición familiar le impele a conservarlo como si fuera una parte de sí. Es un animal único, carece de parentesco, está abocado a desaparecer y sin embargo encadena a su dueño a la vida. Kafka escondía en ese ser extraño la propia herencia judía, contra la que de nada valía luchar. Martín Garzo pone sobre el tapete una relectura del reato kafkiano: estamos construidos para amar incluso aquello que resulta incomprensible. Pero esa delicadeza crece aderezada con el sabor de lo terrible.

Conocemos desde Poe que el horror crece pegado a nuestra piel y solo se despierta durante el sueño. Conocemos desde Kafka que ese terror es congénito, que nos sobrevive, que puebla los objetos que pueblan nuestra vida, y que habita también la vigilia, el ensimismamiento, la reflexión. Sartre quiso engañarnos: el infierno no son los otros: está dentro de nosotros y es dulce porque dulce es el deseo. Esta novela de Martín Garzo narra con mortal belleza ese viaje irrefrenable desde la fascinación del condenado al mismísimo centro del deseo. Lo monstruoso no es sino uno de los mil rostros que puede adoptar la belleza creada. La fascinación de lo único nos ata con cabos más tensos que la propia belleza. 

Decíamos que Patricia es una joven señalada por la pérdida: hija del desamor, amante fracasada, se culpa de la muerte del niño que cuida, una criatura ajena que sublimaba su propia ansia; Patricia entiende el lenguaje de la sexualidad desde dos adjetivos: “la sexualidad oscura, determinada por su terrible vida anterior –la falta de amor de su madre, el niño ahogado al que cuidaba, la experiencia sádica con Gonzalo–, y la gozosa con Christophe, el amigo de la isla. Pero en el primer caso, con el médico, esa brutalidad la despierta a la vida. Ella tiene miedo a vivir porque es recordar lo pasado y someterse al dolor; sin embargo, él la conduce a evolucionar, a dejarlo todo y comenzar una nueva vida al otro lado del mundo» dice Garzo. Patricia habita un mundo en ruina y decide atender una extraña oferta de trabajo en la isla de Taboada, al sur de Madagascar, para cuidar a una enigmática anciana. Allí descubre que la construcción” se cimienta sobre un laberinto de canales y que agua y tierra son fronteras difusas. En medio de los edificios encadenados a este laberinto se yergue una fálica torre. Patricia, vestida de un bañador blanco, nada en su amniótico estanque mientras las naranjas apiladas en los cestos alineados a la orilla del agua van cayendo en ella como la fruta del árbol de la sabiduría. Un día descubrirá que no está sola, que una extraña criatura devuelve las frutas a las ondas de sus brazadas y que todo deseo busca en vano completarse, porque el deseo que se cumple es la semilla de la melancolía. 

Martín Garzo explora en los territorios densos de nuestros miedos, hurga en las tentaciones y traza las líneas maestras de la curiosidad y su hermana gemela: la fascinación. Sabe, como psicólogo que es, que lo que desconocemos nos encadena y lo que entrevemos nos exalta. Lo oculto es una llamada. Por eso la novela es ese territorio mágico donde la imaginación encuentra forma: nada necesita, sino palabra. El autor juega admirablemente con la elipsis, la elusión, la sugerencia y la evocación, figuras que desde la antigüedad han hecho enloquecer a los lectores: los resortes del deseo están hechos de lenguaje. Patricia Ayala, la mujer que nada en ese extraño laberinto, no puede ver la profundidad. Como “El nadador” de John Cheever, sus brazadas conectan la superficie y el fondo, hacen temblar cualquier equilibrio, desvelan todo lo que el agua simboliza: sexualidad, maternidad, muerte, nacimiento, todo aquello que radica en el misterio y se nutre de lo inefable. Patricia Ayala se expone en su nado a una criatura que no sabe hablar, pero entiende el lenguaje del agua, el lenguaje universal de los sueños, la semiótica de la oscuridad y del deseo. Los mitos siempre emergen cuando la ciencia es incapaz de explicar la realidad. Relatos que se engarzan en nuestras experiencias arquetípicas y hablan por millones de voces quizá perdidas, quizá olvidadas, pero aún vigentes. No en vano encontramos este año otro remake en la oscarizada La forma del agua, de Guillermo del Toro. ¿Casualidad? En cultura nunca existen las casualidades. Cuando la lógica se atasca, la magia verbal de Kafka o Pascal Quignard y sus Abismos arrojan algo de lucidez. Si la ciencia se encierra en su espiral tecnológico-explicativa, los mitos se abren paso como esos viejos consejos que nunca han dejado de servir. Nadie se atreve a refutarlos porque son la conciencia de nuestros deseos más arcanos, esos que crecen engarzados a nuestra naturaleza. De ahí el valor del mito: refunda lo esencial y nos reconcilia con la especie. Desde las sirenas hasta Barbazul, no hemos dejado de ser gente que trataba de huir en vano de nuestros impulsos. 

Tampoco la religión ofrece respuestas en este mundo de pulsiones. El catolicismo de los colonizadores, las creencias primitivas de la población local, la espiritualidad banal de Patricia, educada en un colegio de monjas, que conoce al dedillo las vidas de santos, pero ignora la vida de la fe… Nada supone una experiencia tan honda como la que encuentra en la isla. “Me interesa la parte no dogmática de la religión y la iglesia como lugar de quietud, de secreto. Dice Quignard que quien tiene un secreto tiene un alma. Eso es algo importante a reivindicar hoy. Nuestro mundo lo ha profanado todo. La exhibición permanente en las redes sociales, en los ‘reality shows’, destruye la intimidad. Ya no se distingue el espacio público del privado. Por eso es tan importante el arte en general y la literatura en particular, para preservar la oscuridad, como el guardián de lo esencial, de la cueva, de la guarida, del lugar donde es posible la vida. Vivimos en una exposición lamentable de lo íntimo, no soporto este barullo que acaba con todo. Hay cosas que solo se pueden contar en ciertos momentos y hay que saber preservarlas hasta entonces». Todo en la isla es extraño, pero nada es nuevo. Ese es el germen del terror: ni el gigante Juma, ni las gemelas Niara y Saragi, ni el enigmático Abdu parecen surgir de otro lugar que no estuviera ya en Patricia Ayala. Aparecen como surge el deseo: sin lógica alguna. Patricia irá comprendiendo que ella es una y todas las mujeres que precedieron su viaje a ese reino del silencio, la soledad, el horror y la belleza. Es en realidad una vestal, una mujer expuesta al sacrificio del amor, condenada a guardar su secreto, a contenerlo y a cuidarlo. Porque hubo más y ninguna quiso escapar del laberinto. Nuestros abismos cobijan la esencia del misterio que ocultamos. La realidad dispone en los labios de Patricia las preguntas, pero las respuestas se hallan precisamente en el beso que debe cubrirlos, el canal que encadena dos respiraciones desde lo más hondo, el corazón que se escapa por la boca. Por eso los amantes siempre cierran los ojos.

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