viernes, 6 de noviembre de 2020

Don Juan Manuel: El libro de los estados. Por Fernando Vidal

Don Juan Manuel (1330): El libro de los estados. Madrid, Castalia, 1991. 444 páginas. Edición de Ian R. Macpherson y de Robert Brian Tate. Comentario realizado por Fernando Vidal (@fervidal31).

Don Juan Manuel termina en 1330 una obra que parte de una hipótesis desasosegante: ¿qué ocurre si un príncipe en cuya formación se le había ocultado la existencia de la muerte queda espantado ante la presencia de un cadáver? Vamos a contemplar cómo la muerte desencadena el pensamiento y la búsqueda de la sabiduría capaz de salvar el alma que acaba de saber que existe y se puede perder. Pero, ¿no sería más fácil ser rey si desconociera las consecuencias reales que tiene sobre la vida las guerras, las miserias o los ajusticiamientos que él mismo va a firmar? ¿Quiere ignorar el poder la muerte? 

El libro de los estados fue titulado originalmente por Don Juan Manuel como Libro del Infante, al menos su primera parte. Expresa mejor la motivación de la obra. Una de las preocupaciones mayores de Don Juan Manuel era la formación de la generación joven que tenía que ejercer el liderazgo de la nobleza y la corona. A continuación de haber terminado este libro, termina otro en 1335, El Libro infinido, donde transmite a su hijo lo esencial de lo que él ha experimentado en la vida: la primacía del buen saber y el pleno amor o, dicho de otro modo más entrelazado, el amar sabiendo y el saber amando (ver comentario). 


Todos los poderes están sujetos a la ley mayor de la razón y el amor 

En El libro de los estados, Don Juan Manuel se dirige a qué es lo crucial que debe saber un príncipe. Su respuesta es que el fundamento y horizonte de un príncipe debe ser la salvación de su alma y que es posible hacerlo sirviendo a la corona. Ese “estado de vida” es incluso más propicio para poder salvar su alma, pues el servicio a los demás tiene una mayor responsabilidad. Reyes y nobles, por tanto, deben servir a la ley mayor -la ley de Dios-, que está por encima de cualquier jurisdicción o táctica política. Nadie, ni siquiera los señores del mundo, está fuera de la obediencia a esa ley de Dios, e incluso les cabe una mayor responsabilidad que a todo el resto de estados seglares. La ley última que los hombres deben atender sabremos posteriormente en El libro infinido que es una ley de amar y buen saber. Don Juan Manuel pone todos los poderes bajo la ley del servicio que ama a todos los hombres. 

Según Don Juan Manuel, esa ley debe ser racional, discernible universalmente mediante razones lógicas que cualquier ser humano pueda demostrar. Reconoce las distintas religiones, pero en el libro busca demostrar mediante razones –incluso la razonabilidad de la fe- que la ley de los cristianos conduce mejor a la salvación de todas las almas. 

Don Juan Manuel entiende que en el gobierno la autoridad se encuentra situaciones en las que no se obedece a dicha ley y por eso establece un cuerpo intermedio de comportamientos en los que se busca respetar los principios de justicia, proporcionalidad, respeto y servicio al bien mayor. Lejos de constituir una ética pragmática que ponga de manifiesto la inaplicabilidad de la ley del amor y el saber, en realidad busca garantizar la sujeción del poder a un código moral que no establezca una ley autónoma dictada solamente por el poder. Incluso en situaciones de amenaza, traición, conflicto y guerra, la ley mayor debe limitar y guiar la acción. Don Juan Manuel niega la legitimidad de la doblez que afirme que existe una ley mayor idealista y una ley para aplicar en la praxis. 


La disrupción existencial de la muerte 

Para un lector del siglo XXI, ¿qué es vitalmente significativo de la sabiduría de Don Juan Manuel? Lo más interesante es por qué se desata esa lección para el príncipe. La obra gira en torno a la formación del príncipe Joas, hijo del rey Morabán, ambos de un país pagano. Joas ha sido educado por el caballero Turín, en quien el rey confió toda su crianza con una única regla: “que guardase que por ninguna manera que el infante non tomase pesar, nin sopiese qué cosa era la muerte” (p. 79) (usamos para la paginación la popular edición que Castalia publicó en 1991). 

Así lo consiguió Turín durante muchos años. Le formó para lidiar con conflictos, desigualdades, traiciones o los desafíos del mundo, con todo excepto con la muerte. Turín no le encerró ni distanció del mundo, pero hizo todos los esfuerzos necesarios para que el fenómeno de la muerte no se presentase ante Joas. Lo logró hasta que un día, “andando el infante Joas por la tierra, así commo el rey su padre mandara, acaesçió que en una calle por do él passava tenían un cuerpo de un omne muy onrado que finara un día ante, et sus parientes et sus amigos et muchas gentes que estaban ý ayuntados fazían muy grant duelo por él” (p. 80). 

Efectivamente, a Turín y Joas les sorprendió en una calle un velatorio que, por el abundante público que acudía dada la buena fama del fallecido, se tuvo que organizar en la calle y ante el joven se presentó el cadáver de aquel omne. Turín enseguida se dio cuenta de la disrupción y trató de desviar la atención de Joas indicándole otro camino, pero al joven le captó el intenso dolor y el llanto de la comunidad que velaba y se adentró por esa calle. Ante él “vio el cuerpo del omne finado que estaba en la calle” (p. 80). 

La reacción de Joas es muy singular, porque no empatiza con el dolor de los familiares y amigos, sino que mira fríamente el cuerpo del omne con una curiosidad sorprendente: “Et quando le vio así yazer et bio que avía façiones et figura de omne, et entendió que non se movía, nin fazía ninguna cosa de lo que fazen los omnes vivos, marabillóse ende mucho” (p. 80). 

Es una reacción propia de la infancia, que no tiene conciencia de la muerte ni la historia. La infancia acaba cuando comienza la conciencia de la muerte, de la crucialidad de los propios actos para hacer vivir o morir. La adolescencia es la integración entre una mentalidad que no tiene conciencia de dicha muerte y un cuerpo que ya puede crear vida o causar muerte. La juventud es la progresiva integración de las responsabilidades de ser una persona que trae vida o muerte. Joas es un joven, pero haberle sustraído el conocimiento de la muerte le convierte en un niño. Mira el cuerpo del omne de un modo naturalista, forense, distanciado de la pregunta y dolor existencial que supone. Ha sido excelente formado en todo, pero le falta la pregunta crucial por el sentido de la vida y eso le hace incapaz de empatizar compasivamente con el finado y el duelo de su familia. 

El príncipe muestra a lo largo del libro un comportamiento exquisito: es prudente, contenido, templado, sereno, razonable, regio. Solamente le falta la compasión última por el ser humano, que surge de que cada acto y momento de su vida es crucial. Al habérsele ocultado el hecho de la muerte, siente la omnipotencia de quien carece de sentido del tiempo y el límite. El Príncipe Feliz de Oscar Wilde fue criado dentro del Palacio de la Despreocupación, protegido en un cerco que no le privaba del espacio exterior, sino que eliminaba la dimensión de espacio de su vida. El Príncipe Feliz vivía en un mundo sin espacio donde, por tanto, nada de lo exterior existía: no es que no pudiese irrumpir, sino que no existía. No había preguntas por el más allá del espacio. En el caso del príncipe Joas, no se le ha sustraído el espacio porque, por el contrario, el rey pide que ande por las calles con la gente común para que se le conozca y ame. Lo que se le sustrae es la dimensión del tiempo. Es un tiempo infinito. El tiempo no existe, no hay paso del tiempo ni fin porque no hay muerte. No se pregunta qué es lo que hay más allá del tiempo. El tiempo no es un modo de relación con la realidad ni con lo eterno. Joas percibe que las cosas cambian, pero no lo atribuye al paso del tiempo, no tiene conciencia de que las cosas comienzan y acaban, que se puede acabar con ellas o matar. Desconoce su capacidad y responsabilidad de salvar o matar. Su padre el rey posee no solo la responsabilidad, sino la legítima justicia de matar, como también él la tendrá. Más que ningún hombre, Joas tendrá que hacer frente a su responsabilidad de legítimamente ejecutar. Sin embargo, carece de dicha conciencia ni preparación porque se le ha robado el tiempo. Joas vive fuera del tiempo. 

En una sociedad en la que progresivamente se le oculta la muerte, el dolor y los problemas a los niños y jóvenes para no crearles sufrimiento, angustia o preocupación, el comienzo de El libro de los estados no puede tener mayor actualidad. Nos hace una pregunta esencial: ¿tenemos conciencia de la muerte? ¿Tenemos conciencia de todo el alcance de la muerte en nuestro mundo? Como decía el príncipe Hamlet a su amigo Horacio, si encontrásemos el modo de ser real y profundamente conscientes de que todos –incluso su bufón Yorik- moriremos, eso sería suficiente para cambiar todo el mal por bien. 

Posteriormente el príncipe Joas caerá en la cuenta de que el padre de su padre desapareció, pero no tenía conciencia de ello. Vive en un mundo en el que la gente desaparece sin que él sienta dolor. Vive en un mundo sin vinculaciones. Se le ha instruido en las ciencias, conoce a gente de todo tipo y los saberes de su sociedad, pero desconoce lo esencial y eso hace que todo su saber sea hueco y patético. Ante la muerte, no sabe sentir. Joas está en una simulación de vida, encerrado en un no tiempo que le protege de la pregunta esencial por la existencia o, en términos de Don Juan Manual, del alma. 

Libro de los estados
El joven es extremadamente prudente, así que reprime su deseo de preguntar a los dolientes qué le ocurría a aquel omne, y amansa su curiosidad hasta el momento en que se encuentre con Turín y se lo pueda preguntar. Tampoco Turín pone empeño en marcar más ese desafortunado error y trata de restarle importancia huyendo de cualquier explicación. Al llegar a la posada de aquella ciudad, el príncipe Joas llamó a Turín “et preguntól que qué maravilla fuera aquella que viera aquel día. Ca viera aquel día un cuerpo que avía façiones et figura de omne et que era de carne et avía todas las cosas así commo omne, et que non fablava nin se movía nin fazía ninguna cosa que omne pudiese fazer. Otrosí que viera que todos los que estaban en deredor dél lloraban et fazían muy grandes señales que avían gran pesar; otrosí que en veyéndolo hél, que todo el talante se le mudara et oviera ende commo manera de espanto.” (p. 81). 

La actitud de Joas sigue siendo infantil: mientras que la gente veía el cadáver del omne como un acto de desgarro, el príncipe sigue viéndolo como un fenómeno natural, una maravilla, una anomalía o curiosidad. No le parece un ser humano, sino un maniquí o un muñeco, pero tan perfecto en sus facciones, que sabía que no era una simulación, sino un humano al que le faltaran sus propiedades de hablar, moverse o hacer. Joas no es capaz de conectar la relación que hay entre ese hombre alterado en sus capacidades y el enorme sufrimiento que lloraban alrededor de él. 

Joas confiesa que la serenidad de su reacción al encontrarse al muerto en la calle, escondía en realidad una reacción interna de espanto que no sabía a qué atribuir. Hay una sacudida interna que le ha producido horror, pero no sabe por qué se la causa aquella visión de los restos mortales del omne de la calle. Será el espanto el que le abra una vía rota hacia la verdadera realidad de la gente, la condición humana y la existencia. 


Conoce la muerte y comienza la vida 

En todo el tiempo de formación había convivido con todo tipo de gente, sentían que habían contactado con ellos y que había suscitado su amor, pero en realidad estaba muy lejos de conocer la realidad de la gente porque desconocía lo esencial: que la gente nace y muere, que la vida es un viaje que ocurre entre la concepción y el morir. El príncipe había recorrido con su realeza pueblos y calles, pero no había conectado con las personas reales. 

La pregunta de Joas parece serena, pero en realidad está hecha al borde del precipicio que se ha abierto a sus pies y en su interior. Su desolación del espanto es la que le guía por un difícil sendero impensable que se ha abierto en las rocas del castillo en que ha permanecido fuera del tiempo. La pregunta a Turín parece templada, propia de quien observa distanciadamente los despojos de un animal encontrado en el bosque, pero el joven está sufriendo porque su “talante” –su ánimo, su estado interior- se ha mudado –se ha quedado demudado-, tomado por un horror que nunca antes había sentido. 

Turín le responde sinceramente, sin pretender ocultar el hecho. “Señor, aquel cuerpo que vós viestes era omne muerto, et aquellos que estaban en derredor dél, que lloraban, eran gentes quel amavan en quanto era vivo, et avían grant pesar porque era ya partido. Et la razón por que vós tomastes enojo et commo espanto ende, fue por[que] naturalmente toda cosa viva toma enojo et espanto de la muerte, porque es su contrario, et otrosí porque es contrario de la vida.” (p. 81). 

Turín le acaba de hacer una revelación que va mucho más allá de lo que quiere decir. Si quienes lloran lo hacen porque amaban y se compadecen, el príncipe está muy lejos de sentir esa gravedad y oscuro éxtasis dentro de sí. Si no sentir espanto ante la muerte es contrario a la vida porque la muerte es el contrario de la vida, al desconocer la muerte, ¿en qué posición está Joas? 

Joas se combate interiormente entre el espanto a que abisma y la sublime formación que recibido, así que adopta -y seguirá haciéndolo a lo largo del libro- una actitud pericial, muy distanciada del impacto. Lejos de retrotraerse, Joas se maravilla más ante lo que le cuenta su tutor y le pregunta qué es lo que va a menos en el hombre muerto y por qué no puede hacer lo que todos pueden. Turín trata entonces de evitar que continúe aquel interés y le dice: “Señor, mucho querrían que dexásedes de fablar en esta razón, ca esto non vos tiene pro in vos cumple de cuidar en ello” (p. 82). La misión que el rey le dio a Turín es que el príncipe no se preocupe por la muerte. Saben el potencial turbador y transformador que tiene el fenómeno de la muerte en la vida y existencia humana y temen que altere la formación regia del príncipe. 

Todavía no ha llegado a relacionar el morir con el mal, es decir, el matar. Dados los poderes de ajusticiamiento que tendrá como rey en un futuro próximo, que Joas permanezca ajeno a la existencia y significado del morir, tiene unas enormes consecuencias. ¿Su padre Morabán está tratando de evitarle compasivamente que sufra prematuramente por la muerte o el rey Morabán está tratando de formar a un futuro rey que carezca de escrúpulos ante guerras, hambres y ajusticiamientos al desconocer el significado de la muerte? La hipótesis inicial de esta obra es apasionante: ¿qué ocurre si un futuro rey desconoce el hecho de la muerte? 

Recurriendo de nuevo al príncipe Hamlet, ¿hasta qué punto el mal que hacemos se debe al desconocimiento de las consecuencias de nuestros actos sobre la vida y muerte? El genocida Josef Stalin telefoneó por sorpresa al poeta Borís Pasternak y tras una conversación banal, el poeta quiso hacerle el reproche y la provocación crucial a través de una simple petición: quería que algún día pudieran hablar de la vida y la muerte. 

La negativa de Turín a afrontar aquel asombro, atrae todavía más el interés de Joas. “Turín, mucho me marabillo desto que dizedes, ca pues me criastes, me mostrastes quanto yo sé. Et en las cosas que yo de vós aprendí ay muchas que non son [tan] maravillosas nin tan estrañas commo ésta; et pues las otras me mostrastes et non me quer[edes] mostrar ésta, que lo es tanto, por ende vos ruego que me digades toda la verdad desto. Et bien cred que si me dizides otras palabras o razones encubiertas, que vos las entendré et avré de vós querella” (p. 82). 

Ante Joas se abre un segundo abismo por la negativa de Turín. No solo siente el espanto ante el difunto, sino que se da cuenta de que se le ha ocultado la existencia de la muerte, lo cual abre un segundo precipicio. ¿Cómo se le ha podido ocultar lo más grave e importante para el ser humano, lo único que se puede dar por cierto, que es el hecho de que morimos? Morir no es solo el final de una realidad viva, sino la nota más radical de realidad. El omne de la calle que encontró Joas no era lo que inicialmente le pareció, un no-hombre, sino que era el verdadero ser humano, aquel que muere. Morir no solo es el final de la vida, sino que hace real el conjunto de la vida. Hace de cada acto un hecho dramáticamente crucial. Porque morimos, existen decisiones o, dicho de otro modo, la muerte nos hace libres. La muerte hace cualquier acto humano radicalmente libre pues decide de verdad, con consecuencias que suponen de verdad. Cualquiera sentimos espanto ante tal afirmación, quizás como el príncipe Joas. 

El príncipe es amable con su formador, tutor y padre vicario ya que es quien le ha criado, pero el reproche es profundo. Le han querido transmitir todo el saber e instrucción necesario, le ha proporcionado la educación de mayor excelencia, pero le ha ocultado la esencia de la existencia humana. Joas desconfía y esa suspicacia va a atravesar toda la obra: ante el hecho de la muerte, solo aceptará lo que se le muestre con razones convincentes. Exige que Turín le diga la verdad y advierte que la contemplación de la muerte le ha dotado de la suspicacia para distinguir lo verdadero de la falsedad. 

Entonces Turín le confiesa que el omne estaba muerto porque “partió dél el alma quel fazía mover et fazer..” (p. 83). Le explica las razones físicas por las que se muere y le advierte: “la muerte es tan espantosa cosa que el omne que cuidare en ella desfaze todos los plazeres” (p. 84). Por eso el rey Montabán había ordenado que se preocupara por la muerte ni la viera ni se hablase de ella en presencia de su hijo, “ninguna cosa por que oviésedes a saber qué cosa era la muerte” (p.84). y eso lo hizo “por amor quel avía”. 

Joas se encuentra ante el delito que su padre Morabán y su formador Turín han cometido: por querer salvarle de la preocupación, la angustia, el espanto y los escrúpulos de la muerte –y el hecho de que algún día él podrá legalmente matar-, han puesto en peligro su alma, pues desconoce que la tiene que salvar. Por protegerle de la turbación ante la muerte y el matar, han puesto a su alma en el camino de la perdición. Es decir, podría concluir Joas, que para ser rey debe carecer de conciencia sobre la necesidad de salvar el alma. Para ser rey hay que ser desalmado. 

La contemplación de la muerte ha desencadenado en Joas un pensamiento que no se deja distraer, detener ni manipular. La muerte ha iniciado el verdadero pensamiento en Joas, que pone en cuarentena todo lo que hasta ese momento se le ha enseñado. Si se le ocultó aquel saber que tiene mayor valor, ¿qué valor tiene todo lo que se le había enseñado? De hecho, cuando conozca en breve la ley mayor, todo lo que había aprendido se verá alterado sustancialmente. 

El príncipe no deja que Turín se escape de aquel embolado que sabía estaba desafiando a un mandato de máxima magnitud del rey. Recoge la nueva revelación de la existencia del alma, sigue razonando y Joas deduce “que quanto en el naçer et creçer et embejeçer, que eguales somos de los otros omnes, et que bien así contesce a nós commo a ellos; et aun tengo que eso mismo es en la muerte… Pues aquel que engendró a él [el rey, su padre] es muerto, cierto es que mi padre así abrá de morir, et que la mi muerte non se puede escusar” (pp. 85-86). 

Don Juan Manuel
Hasta ese momento, la discusión discurría en el plano teórico, aunque su más profundo ánimo estaba asaltado por el espanto. Exteriormente se muestra el comportamiento del Joas príncipe e interiormente sucede el Joas del espanto. Joas está desdoblado entre el príncipe que trata de mantener el control y su alma espantada que acaba de conocer su existencia y el riesgo que corre de perderse definitivamente. Con la nueva revelación de Turín sobre la muerte, ahora la cuestión ha desbordado la curiosidad intelectual: ya no son los seres humanos en general quienes mueren, sino que su abuelo murió, su padre morirá y él mismo ha de morir. Eso le lleva a una conclusión que influye radicalmente a su estatus regio: “Tan grant es el poder de Dios et tan grant es la su nobleza, que a comparación dÉl non vale más un omne que otro” (p. 88). 

La muerte iguala a todos, es el igualador radical de todos los seres humanos, concluye Joas. Ya en la propia concepción somos diferentes –recibimos distintas características- y desde la gestación las desigualdades no harán sino acentuarse. La muerte es el mayor igualador de la realidad humana. Que todos moriremos nos pone ante una igualdad insuperable por ninguna otra nota de la realidad. Así termina el primer proceso de Joas, concluyendo que morir es algo personal, que desgarrará a los suyos, que tiene un alma y la han puesto en el mayor de los peligros y que todos los humanos son esencialmente iguales. 


La investigación mayor 

Enterado el rey Monrabán de que su hijo había sabido de la muerte, trata de convencerle para que desista de continuar investigando sobre ello. “Fijo infante, vós sodes aún muy mancebo, et éstas cosas, que son razón para poner omne en grant cuidado, non querría que cuidases en ellas, que vos podrían enpesçer a la salud del cuerpo” (pp. 88-91). Le propone el padre que Joas se dedique a convivir con la gente, a “cabalgar et caçar er trebejar con ellos, et seredes por ende más amado dellos” (p. 91). Sin embargo, Joas ha cambiado. Ya no es el niño o el joven que han mantenido infantilizado, sino que ahora se pone en pie, discute, niega y exige al rey que cumpla con su responsabilidad frente a él. 

Joas no usa el espanto para guiar sus comportamientos y opiniones, sino que usa todo el tiempo la razón. Rey y tutor convienen en que es tal el grado de raciocinio de Joas, que hay que decirle la verdad, pues cuando se le trata de engañar o evitar, discierne que es falso. “Al omne entendido non le deven sinon decir verdat. Et por tanto me semeja que non avedes por qué fablar con él sinon verdaderamente” (p. 97). Turín se declara incompetente para tratar con el príncipe sobre algo tan grave y aconseja buscar a un “omne de buena entençión et derechurero, et sin maliçia”, un “omne bueno” y le contara cómo el estado de rey es óptimo para salvar el alma. Turín propone a Julio, un hombre que anda predicando y es de la ley de los cristianos, al que Turín tiene un gran amor (p. 97). Es así como Julio entra al servicio del rey para conversar con el príncipe del modo de salvar su alma. El príncipe quiere que Julio le muestre “en quál estado o en quál manera yo pueda mejor salvar mi alma” (p.104). 

Se desarrolla así el principal objetivo del libro, que es mostrar cuál es la ley mayor a la que ha de sujetarse cualquier poder temporal. Lo escribe Don Juan Manuel, quien a lo largo de su vida ha mantenido una muy conflictiva relación con su rey, a quien ha corregido, desafiado y con quien ha luchado hasta el punto de aliarse con sus enemigos para vencerle. Aunque Don Juan Manuel fue finalmente derrotado y perdió importantes señoríos y bienes, tendría una victoria final al convertir a sus dos hijas en reinas de Castilla y Portugal. Para Don Juan Manuel todo rey tiene que dar cuenta de su alma ante Dios, pero también ante los hombres. 

Julio, un misionero itinerante, va a exponer al príncipe la ley mayor que reveló Jesucristo, pero Joas pone una única condición a Julio: “Mas si vós queredes que yo que tome la ley de los christianos, mostradme razón manifiesta que entienda yo por mi entendimiento que es mejor ley que qualquier de las otras, et tomarla he” (p. 119). Joas promete seguir aquella ley en la que encuentre mayor razón. Julio le dice que al final hay algo en cualquier ley que la razón no puede mostrar y eso requiere fe. Para Don Juan Manuel, la fe ha de ser razonable, hay una primacía de la razón que solo en último término comprende que hay un paso que debe dar la confianza. 

Don Juan Manuel usa la historia del joven que no conocía la muerte para dar soporte a su credo y moral, de modo que dramáticamente apenas encontramos evolución en los personajes. Como lector del siglo XXI, lo más interesante desde el punto de vista del arte de vivir es esa aventura que se precipita al encontrar ante sí al Omne muerto. El príncipe comienza una búsqueda de la verdad de la existencia y la preocupación mayor del rey es que su hijo abandone sus responsabilidades con la corona. Eso se soluciona cuando Joas entiende que en cualquier estado se puede salvar el alma (p. 150). 

La investigación del príncipe de la razón no encuentra ya límites. Una vez conocida la muerte, su curiosidad se torna infinita, ve multiplicadas exponencialmente sus preguntas. “Julio, tantas cosas podríe omne preguntar que vós nin omne del mundo non podría dar a ellas recabdo” (p.167), pero considera que sí le está respondiendo a la esencial: cómo salvar el alma de la absoluta muerte. 


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