viernes, 20 de enero de 2023

Pavel Syssoev: La paternidad espiritual y sus perversiones. Por Ianire Angulo Ordorika

Syssoev, Pavel: La paternidad espiritual y sus perversiones. Sígueme, Salamanca, 2022. 142 páginas. Traducción de Mercedes Huarte Luxán. Comentario realizado por Ianire Angulo Ordorika (Facultad de Teología. Universidad Loyola Andalucía, Granada).

Ningún comentario es aséptico, tampoco los enfoques espirituales que se hacen en torno al acompañamiento espiritual. Así se evidencia en este pequeño libro de Pavel Syssoev, un dominico lituano que imparte asignaturas de teología y filosofía. Tal y como plantea en el prefacio, la obra busca responder a la abundancia de abusos espirituales en el seno de la Iglesia. Desde este hecho, el autor pretende inculcar “en las mentes el abecé del acompañamiento espiritual” (p. 13). Con esta intención, estructura el libro en cuatro partes y una breve conclusión. 

El primero de los capítulos ofrece una descripción de lo que él denomina “paternidad espiritual”, concepto central en el libro, así como un recorrido histórico de esta participación en la paternidad divina. La segunda parte se ocupa de plantear cuáles son para él los tipos de acompañamiento. En él diferencia esta paternidad tanto del acompañamiento como del consejo o de la capacidad para interpretar mociones. El tercer capítulo se centra en lo que denomina “patologías” de esa paternidad. Resulta lúcido para hablar de la negación y de la desvalorización como mecanismos de defensa que brotan con facilidad ante los abundantes casos de abusos. Para Syssoev, las cinco patologías esenciales son la renuncia, el formalismo, el diletantismo, el autoritarismo y la manipulación seductora. 

A las causas y posibles vías de curación de estas patologías consagra el cuarto capítulo. En él llama la atención el desarrollo de cuestiones que, en sí, no están vinculadas con esas patologías, como la pregunta de si alguien con orientación homosexual puede ser “padre espiritual” (pp. 121-127). Por más que su respuesta sea afirmativa, la amplitud de su desarrollo y el lugar en el que se enmarca no deja de resultar desconcertante. Sucede lo mismo con el elogio al celibato sacerdotal (pp. 127-129), que confirma, sin espacio para demasiadas dudas, que al hablar de “paternidad espiritual” el autor piensa fundamentalmente en clérigos y no en otra vocación eclesial. 

Al abordar las dinámicas abusivas solo desde una perspectiva espiritual, sin una perspectiva interdisciplinar, el autor refleja poco conocimiento de la complejidad que implican estas. Se evidencia, por un lado, en el concepto de clericalismo que utiliza, más parecido al hecho de que existan clérigos que al comportamiento elitista, excluyente y dominante que reivindica una especial autoridad basada en el rol eclesial. Esta comprensión errónea le lleva a negar lo que reconoce cualquiera que ahonde en el tema de los abusos en el ámbito eclesial (pp. 58-59), incluido el papa Francisco: que el clericalismo se encuentra a la raíz de las prácticas abusivas. 

Este desconocimiento de la complejidad en cuestión de abusos se evidencia, por otro lado, en la mención que hace al c. 982. Este prohíbe la “absolución del cómplice en un pecado contra el sexto mandamiento”, y lo cita en un contexto donde el autor alega que “la confesión no puede convertirse en un ámbito en el que el sacerdote ejerza un dominio sobre el penitente” (p. 62). Así, al remitir a este canon del Derecho Canónico transforma sin pretenderlo a la víctima en “cómplice”, no ya de un delito sino de “un pecado contra el sexto mandamiento”. Esta sutil manera de culpabilizar a las víctimas, aunque sea sin intención, queda patente también al plantear las falsas expectativas de las personas acompañadas como causas de las patologías que llevan a los abusos (pp. 129-131). En el fondo, estos ejemplos solo confirman la perspectiva clerical que rezuma el conjunto de la obra. 

Esta centralidad del ministerio ordenado queda patente también en el excesivo acento que se hace a la confesión habitual como forma de acompañamiento. Según Syssoev, este es, junto con el consejo y la dirección espiritual, uno de los tres tipos fundamentales de acompañamiento. La relevancia que otorga al sacerdocio ordenado queda patente cuando explicita que, si el acompañante “no es sacerdote, resulta de vital importancia asegurar que la vida sacramental de la persona acompañada sea seria y profunda” (p. 67). Este apunte en su contexto parece sugerir que el modo más valioso de acompañamiento de entre los tres propuestos es el que el autor denomina “confesión habitual”, todos ellos diferenciados de la “paternidad espiritual” por la que aboga. 

Por más que plantee que la paternidad (rara vez habla de “maternidad”) espiritual se arraiga en el sacerdocio universal de todo bautizado y que recordarlo permitiría disminuir el riesgo de abuso espiritual (p. 53), el libro está planteado en clave clerical, desplegando en exceso lo que él denomina “la paternidad del sacerdote” (pp. 56-58) y asombrándose de que “las primeras víctimas de la dimisión de la paternidad son los sacerdotes” (p. 92). Este sesgo se percibe con facilidad en todas las páginas, pero de modo especial en el recorrido histórico que realiza, pues la presencia de mujeres que él considera “madres espirituales” es una rara avis. De hecho, por más que mencione a María como quien recibe al Verbo en su seno (p. 33), en quien se centra y se explaya llamativamente para hablar de la “paternidad espiritual” es en José, su esposo (pp. 34-37). 

El contenido del libro es valioso en su conjunto y, de hecho, apunta a propuestas necesarias. Es lo que sucede al plantear la conveniencia de abolir el secreto de las sanciones por abuso para prevenir reincidencia o la necesidad de acompañar a víctimas y victimarios, pues una actuación jurídica es indispensable pero no suficiente. También es un acierto recordar que seguirá habiendo prácticas abusivas en la Iglesia en la medida en que no se fortalezca una espiritualidad seria y profunda, que nos configure con el Dios que cuida y da vida. Con todo, la lectura deja cierto regusto de incomodidad para quienes compartimos la invitación a dar vida en la fe y no participamos de la vocación presbiteral. La reflexión de Syssoev saldría ganando con un baño de sinodalidad. 


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