miércoles, 11 de septiembre de 2024

Luis Guillermo Alonso: El colgado. Por Mª Dolores López Guzmán

Alonso, Luis Guillermo: El colgado. Sal Terrae, Santander, 2010. 120 páginas. Comentario realizado por Mª Dolores López Guzmán. 

El impresionante Cristo de Prieto Coussent, que tantas suspicacias levantó en el sector eclesiástico de la posguerra y que, sin embargo, alcanzó el reconocimiento internacional como una de las piezas clave del arte religioso del siglo XX, condensa en una imagen (al igual que el título lo hace en una palabra) el tema central de este poemario que el jesuita Luis Guillermo Alonso ofrece para la contemplación –con los ojos, los oídos y el corazón– del instante que compendia la vida del Señor: su Pasión, donde se nos aparece, en palabras del autor, «Dios en suspenso». 

Gil Tovar dijo del estilo del pintor gallego –Benito P. Coussent– que era «clásico y moderno» al mismo tiempo, una cualidad que comparte la poesía de Luis Guillermo Alonso, caracterizada por la concentración del pensamiento en ideas breves, como flashes, e imágenes sorprendentes, y por el gusto por el intimismo y la búsqueda de lo esencial. De alguna forma, el lector es invitado en cada verso a participar del mundo interior de un poeta perplejo ante la visión de un Dios Crucificado que, como «la mayoría de los crucificados / no mira al cielo». Una violenta contradicción que seduce e interpela. Por eso sus poemas estarán llenos de preguntas y sensaciones contradictorias que dejan traslucir una honda emoción ante la inmensidad del amor que en la cruz se manifiesta. Para el poeta es imposible quedar indiferente ante el dolor y la pasión; verlo en Dios conmueve y descoloca. 

Un preámbulo («El Dios anochecido») y una especie de epílogo «abierto» («La puerta del jardín») constituyen el pórtico en el que se encuadran las poesías que forman el núcleo del libro. En esta parte central el autor agrupa los poemas en tres bloques donde la desnudez como expresión radical del desvalimiento de Dios («Es la intemperie lo que abre la puerta»), la pregunta acerca del sentido y el porqué («¿Me equivoqué esperando?») y el encuentro con un vacío final que, sin embargo, empuja a la persona a abrirse a un amor nuevo («El candil se apagó, no la mirada»), conducen al lector hacia una contemplación activa en diálogo tanto consigo mismo como con el Misterio. 

El Crucificado –«carne abatida»– es la fuente de inspiración del poeta. Pero no hay desesperación, hay asombro. Lo decía Martin Buber en unas palabras que el autor hace suyas: «Sólo en las profundidades del sufrimiento y de la desesperación llegan los hombres a conocer la gracia». Y para aquellos que gustan de la poesía, sólo la lírica es capaz de expresar esas emociones nacidas del dolor y a las que la prosa del discurso no alcanza a poner palabras. 

Completa el libro un apéndice de «textos asociados» de autores como J. Sobrino, J. Moltmann, C.M. Martini, etc., con los que el autor se siente en sintonía y acompañado. Entre ellos destaca el número de los Ejercicios Espirituales donde Ignacio de Loyola propone al ejercitante «considerar cómo la divinidad se esconde» precisamente en la cruz. Una fuente de inspiración ineludible para un poeta sensible a las raíces de su tradición. 



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