Blasim, Hassan: El loco de la plaza Libertad. Galaxia Gutenberg, Madrid, 2016. 110 páginas. Traducción de Amelia Pérez de Villar. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas.
La literatura en árabe sigue siendo la gran desconocida en España. Tenemos ya excelentes traductores, pero el mercado editorial español sigue siendo refractario a esta lengua. Si las traducciones ocupan el 21% del mercado editorial, las del árabe alcanzan apenas el 0,1%. Es un dato bastante pobre para un país que tiene casi dos millones de árabes, no tanto porque se desprecie un segmento lector sino porque a los lectores españoles no nos facilita la comprensión de su mundo. El dato no significa exactamente que desconozcamos por completo la literatura árabe; conocemos bien a aquellos autores/as que escriben en francés o inglés, el caso de los argelinos Assia Djebar o Yasmina Kadra, el franco-libanés Amin Maalouf o el del marroquí Tahar Ben Jelloun. Respecto a quienes escriben en árabe, han tenido mejor suerte el egipcio Naghib Mahfuz, nobel en 1988, el palestino Gassan Kanafani o el poeta sirio-libanés Adonis (Alí Ahmed Said). Es cierto que tenemos traducido Al este del mediterráneo, del jordano Abderraman Munif, pero desconocemos la producción de autores clásicos del siglo XX tan importantes como el galileo Mahmud Darwish, el palestino Sargon Boulus, el saudí Mohamen Al-Harbi, el sirio Nizar Kabani o el libanés Khalil Hawi. Hay que acudir al francés o al inglés para encontrar estas joyas literarias. Es imperdonable que no dispongamos ya de traducciones de extraordinarios clásicos del siglo XX como Buscando a Walid Masoud, del palestino Jabra Ibrahim Jabra; Las pesadillas de Beirut, de la escritora de origen sirio Ghada al-Samman; Guerra en Egipto, de Yousef al-Qaeed; Rama y el dragón, de Edward al-Kharrat; Así habló Abu Huraira, del tunecino Mahmoud Messadi; Laila y el lobo, de la iraquí Alia Mamdouh o El tiempo desolado, del sirio Haidar Haidar. En resumen, conocemos bien a los autores árabes que escriben en francés o inglés pero ignoramos buena parte de la producción literaria del siglo XX en lengua árabe.
Había un dicho en los ochenta que rezaba que la buena literatura en árabe se escribía en Egipto o Siria, se imprimía en el Líbano y se leía en Bagdad, en la célebre calle Mutannabi, donde se reunía antes de la guerra toda la intelectualidad irakí. Hoy, todo esto ha quedado devastado por el afán intervencionista de Occidente y el auge del integrismo. Los polos editoriales se han desplazado a los países del Golfo y Arabia Saudí, donde fluye el dinero y la apuesta por el talento. Los premios internacionales Booker para la ficción árabe son buena muestra de ello. La literatura árabe está produciendo una enorme cantidad de talento y nuestros canales de traducción no parecen apostar por ese filón. Por eso empezaremos afeando un elemento de este libro de Hassan Blasim, por otra parte excelente: ¿Por qué razón, habiendo excelentes traductores del árabe como Federico Arbós, María Luisa Prieto, Carmen Ruiz Bravo o María Jesús Villegas, se traduce el libro del inglés cuando el autor escribe estos cuentos en árabe? Es sencillamente incomprensible.
Hablemos de Hassan Blasim. Nacido en Bagdad en 1973, destacó muy pronto bajo el régimen de Sadam por sus ficciones cinematográficas; recibió en 1996 el Premio de las Artes Cinematográficas con su película Gardenia (guionista), y fue premiado de nuevo por el guión de White Clay (guionista y director) al año siguiente; sin embargo, en 1998 desapareció por la frontera de Sulaimaniya hacia el Kurdistán irakí, donde rodó bajo el seudónimo de Ouazad Othman (“hombre libre” en kurdo) la mundialmente celebrada Wounded Camera, sobre la migración forzada de la población kurda por la presión de Sadam Hussein. De allí tuvo que huir a Estambul, donde tuvo que trabajar duro para pagar a los traficantes; en Sofía perdió un dedo en una máquina industrial, pasó por Serbia, luego por Hungría hasta acabar un largo periplo de cuatro años en Finlandia, donde reside en la actualidad. En la actualidad es un infatigable activista en favor de la inmigración y el estatus de refugio, cofundador de la web IrakStory.com, escribe sobre cine, trabaja de forma infatigable en guiones, y narra de manera magistral, al punto de que la crítica occidental le considera el mejor escritor en lengua árabe de la actualidad.
El libro que hoy reseñamos, El loco de la plaza Libertad, es un compendio de once relatos no aptos para espíritus impresionables. Son extremadamente crudos, como no podía serlo de otra manera para quien ha visto en qué se ha convertido en dos decenios un territorio, si bien sometido a una execrable dictadura, de una extraordinaria fertilidad cultural. Siria, Libano, Irak, las perlas de la cultura oriental, hoy son el escenario del peor horror imaginable. Esto es lo que va a encontrar el lector de Hassan Blasim: horror a manos llenas, violencia gratuita, la descomposición de lo humano hasta un grado de degradación inimaginable veinte años atrás.
Los relatos de Blasim resuenan a las tonalidades mágicas de lo imposible cortazariano y a los matices de realismo seco y casi brutal de Roberto Bolaño, para quien guste de los parentescos. No siguen ningún patrón técnico, de modo que alterna la primera y la tercera persona dependiendo de la intensidad de la que se quiera impregnar; así, en El loco de la plaza Libertad, el relato que da título al libro, un hombre nos relata en primera persona la llegada de dos jóvenes rubios al Barrio Oscuro de Bagdad, quienes, en medio del combate, abaten ellos solos un helicóptero y un tanque, devolviendo momentáneamente la paz. Parecen ángeles a los ojos de la población, o quizá existan solo en la mente del narrador, asolada por la metralla, un extraño habitante que pelea por un asiento con las mujeres y las palomas en esa plaza rebautizada con tan grotesco nombre. Es sobrecogedor “El camión de Berlín”, donde Blasim relata sin duda su propia experiencia en un camión fletado por una habitual mafia de traficantes y las relaciones que se establecen entre unos pasajeros que, indefectiblemente, habrán de decidir si conformar en los largos días, los riesgos del periplo y la estrechez, una comunidad o un infierno. El ser humano, llevado a la frontera de su animalidad, puede configurarse en “otra cosa”. El final, relatado por un enajenado policía serbio desde el momento en que abre la portezuela del camión, es extraordinario. La mano del hombre que ha ido a comprar unos zapatos para su hijo en “El mercado de historias” no suelta los cordones de su regalo a pesar de llevar horas desgajada del cuerpo. La vida parece estar hecha de pasiones y deseos que ni siquiera la muerte más atroz es capaz de desgarrar.
Como en el relato anterior, hay crudos cuadros acerca de los límites a los que se ve abocado el ser humano en una situación tan irracional como es la guerra: en “La virgen y el soldado”, dos jóvenes quedan accidentalmente encerrados en una fábrica de uniformes que los supervisores internacionales consideran “por error” una fábrica de armas químicas. De nuevo, la escena que relata “La Balsa de la Medusa”, el amor, la desesperación se funden en un macabro desenlace. Las pesadillas y los sueños de quienes viven en situaciones límite se hacen hueco en algunos relatos. ¿De qué materia estará hecho el sueño de los supervivientes al horror? ¿Cómo serán las digestiones oníricas de quien ha visto lo que nadie soportaría? ¿Cómo y dónde procesa un cerebro tanta tragedia gratuita, tanto dolor innecesario, en qué lugar de la memoria se guarda aquello que está más allá de lo soportable?, en “Las pesadillas de Carlos Fuentes”, un refugiado en Holanda no consigue escapar de sus sueños a pesar de haberse asimilado a la cultura y la lengua local como un europeo más. El editor que publica como propios los relatos de un soldado fallecido en “La gaceta del ejército” no consigue que estos dejen de llegar puntuales cada mañana.
Haber sido testigo de la atrocidad sin límite deja un poso extraño. Si la vida carece de valor, la muerte acumula de pronto todo lo que la vida abandona: En “La bolsa de Ali”, un inmigrante recorre su periplo con una bolsa que contiene los huesos de su madre, confiando en dar sepultura a aquella calavera cuya añorada piel le acariciaba cada mañana. Por el contrario, en “La exposición de cadáveres”, el arte replica la realidad con los materiales de que dispone y los cuerpos se exponen como el objeto que, aunque parezca monstruoso, es en realidad en un país donde las reglas no existen. Lo decía Canetti: cuando perdemos la noción de la dimensión, la medida del horror y del mal, todo es posible. Por eso, la locura o el extrañamiento son carreras hacia una solución rápida, fácil y final: en “El Compositor”, un autor de letras patrióticas comienza a escribir canciones antirreligiosas mientras las milicias islámicas llegan a su entorno.
Quizá el relato más enigmático y cortazariano sea “Esa sonrisa tan poco propicia”: un refugiado se despierta una mañana con una sonrisa que no puede relajar, y se ve obligado a pasearla por los lugares más inconvenientes: una película dramática, un bar frecuentado por nazis… La inadaptación genera respuestas incomprensibles para quien ha vivido lejos de los límites de lo humano y lo animal.
Habíamos empezado afirmando que carecemos de traducciones de los clásicos en árabe del siglo XX, pero tenemos algunos destellos de cambio respecto a lo que se está produciendo en este siglo XXI: hay traducciones de Elogio del duelo, del sirio Khaled Khalifa; de Fragmentos de Bagdad, del irakí Sinan Antoon; o de Frankenstein en Bagdad, del también irakí Ahmed Saadawi; de Yo, el más inteligente de Facebook, del sirio Aboud Saeed; o de La frontera, memoria de mi destrozada Siria, de la extraordinaria Samar Yazbek. Pero aún nos queda por conocer la producción de excelentes narradores y narradoras como Aram Karabet, Rosa Yasin Hasan, Sonnallah Ibrahim, Hannan AlSaykh, y vienen pegando fuerte la libanesa Yana Fawaz Alhasan, el marroquí Ahmed Madini, el palestino Atif Abusif, el tunecino Shukri al-Mabkhout, cuyos derechos ya se pelean editoriales en lengua francesas e inglesa.
Nos queda mucho camino, pero si queremos conocer a esos compañeros de vida que tenemos al lado, codo a codo, en el mercado, en el trabajo, en el transporte público, en el rellano de la escalera, bien habrá que empezar a leer lo que escriben en su lengua los hijos de Las Mil y una noches.
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