Villoria Mendieta, Manuel; e Izquierdo Sánchez, Agustín: Ética pública y buen gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público. Tecnos, Madrid, 2016. 480 páginas. Comentario realizado por Carlos Losada Marrodán (Departament of Strategy and General Management, ESADE, Barcelona).
La obra de los profesores Villoria e Izquierdo aborda un tema hoy central en la sociedad española: la necesidad de “gobiernos con una motivación moral [...] con convicciones éticas universalistas”. Su pretensión es «asentar valores, reflejar teorías y ofrecer instrumentos que nos alejen del deterioro moral y la falta de compromiso público, al menos entre nuestros políticos y funcionarios» (p. 12).
Para ello dedican una importante parte de su reflexión a repasar las bases teóricas de la ética, abordando desde la ética descriptiva a la normativa y a la aplicada, dando especial espacio a la metaética o el discurso sobre esta misma donde se resume el debate entre el cognitivismo, el realismo y el subjetivismo moral apostando por el constructivismo y, especialmente, por las posiciones de Rawls (la prioridad de la libertad que solo puede restringirse por la libertad) y Habermas (el fundamento de las argumentaciones morales en el espacio no individual sino intersubjetivo). Ambos pensadores «representan los dos mayores intentos por superar el relativismo y defender una postura en la que se afirme la posibilidad de la justicia en una sociedad pluralista» (p. 108).
La reflexión de lo público, o más específicamente de la política, es entendida como «la actividad mediante la cual se concilian intereses divergentes dentro de una unidad de gobierno determinada, otorgándoles una parcela de poder proporcional a su importancia para el bienestar y la supervivencia del conjunto de la comunidad» (p. 22). Así lo manifestó B. Crick. Ahora bien, esta visión positiva se confronta con la realidad del “problema de las manos sucias”. En otros términos, se trata de las acciones contrarias a la ética de principios, pero que la realidad social obliga al político a realizarlas. En su revisión de Maquiavelo, Walzer, Bobbio y Schmitt, entre otros grandes pensadores, los autores cotejan la ética consecuencialista (son aceptables algunos medios si se ajustan a un fin mayor que las decisiones tomadas) con la concepción de la política como esfera diferenciada y no sujeta a la moral, en la que la lucha por el poder y el proceso de decisión quién es amigo o enemigo, lo son todo (Schmitt). La opción de los autores es clara: a partir de Weber, la articulación de la ética de la convicción (de los principios) con la ética de la responsabilidad (de las consecuencias de los actos).
Por lo que respecta a la ética de la Administración, como ética aplicada o profesional, Villoria e Izquierdo ponderan la ola de reformas de los años 80 y 90 en las Administraciones Públicas bajo el impulso de la denominada “nueva gestión pública”. No obstante, y ante el aumento de la corrupción, una nueva etapa de reformas administrativas emerge donde lo característico es la promoción, junto con las tradicionales reformas jurídicas y sancionadoras, de propuestas de naturaleza preventiva de la corrupción e incentivadoras de la moral pública, como los códigos de conducta.
El fundamento de esta moral o ética pública se basa en una finalidad moral porque el Estado «trata de alcanzar bienes morales para la comunidad, como la protección, el orden, la estabilidad, el bienestar» (p. 165). Desde esta óptica, el funcionario deviene con mayor subrayado un servidor público «consciente de su rol, de su dimensión ética y de que lo acepte. Sin embargo, esta conformidad puede no ser suficiente para tener una competencia moral, pues las situaciones conflictivas a las que puede enfrentarse a lo largo de su carrera requieren unos conocimientos y habilidades morales para resolverlas satisfactoriamente. Ante los dilemas morales y los conflictos de intereses, es necesario desarrollar una capacidad de análisis, de razonamiento y de aplicación de las conclusiones a las que han conducido una recta consideración de los problemas. El funcionario debe adquirir una capacidad de pensamiento sistemático sobre la moral y tomar decisiones en consecuencia para aplicarlas a su actividad habitual» (p. 168-170).
Al respecto, los autores proponen «cuatro componentes necesarios para que los empleados actúen con el máximo rigor ético» siguiendo las directrices de Svara (p. 171): 1. Sensibilidad moral. Tener conciencia de la existencia de un dilema moral.
2. Juicio moral. Capacidad para decidir qué acción será más adecuada moralmente.
3. Motivación moral. Inclinación a elegir lo moralmente apropiado.
4. Carácter. Capacidad para convertir el juicio en acción.
En un intento de síntesis, se vislumbran dos grandes grupos de valores fundamentales:
a) Los que señalan la finalidad como la integridad, la responsabilidad, la transparencia, la ejemplaridad, la austeridad, la honradez, la promoción del entorno cultural y medioambiental y el respeto a la igualdad entre mujeres y hombres.
b) Los que conciernen a los medios o a los instrumentos para la consecución de dicha finalidad moral como la objetividad, la neutralidad, la imparcialidad, la confidencialidad, la dedicación al servicio público, la accesibilidad y la eficacia.
Ahora bien, debemos subrayar que los conflictos son inevitables entre ambos conjuntos de valores y, dentro de cada conjunto, entre unos y otros valores.
Acto seguido, el lector podrá encontrar un paso fundamental para superar el enfoque clásico centrado en la ética personal. Se trata de considerar los elementos organizativos, a través de los cuales se pueden introducir aquellos incentivos (positivos y negativos) que permiten que la actuación ética sea favorecida y no sea un tema reservado a personas con un mayor “desarrollo moral” (en términos de Kohlberg). Esto conlleva una doble dimensión de la ética: la exterior y la interior. La primera se refiere a la estructura de las instituciones u organizaciones y la segunda a la actitud interior de los miembros que las integran. Sin ambas, la acción ética es muy poco probable. Por este motivo, esta doble dimensión y su tratamiento holístico se presentan desde lo que los autores llaman los “marcos de integridad organizativos”, que permiten realizar políticas de apoyo al comportamiento ético del servidor público (OCDE-2003) y contemplar elementos como el código de conducta, la formación, el asesoramiento, los mecanismos de control, la regulación de conflictos de interés, los mecanismos de denuncia interna y externa, el clima ético, entre otros aspectos.
A partir de aquí, los autores se centran en el fenómeno específico de la corrupción: definición, medida y causas (desigualdad, desconfianza social, mal funcionamiento de los partidos políticos, ausencia de una verdadera administración personalizada, insuficiencia de controles, baja calidad de la democracia, acumulación de poder, falta de libertad de prensa). Los profesores Villoria e Izquierdo, basándose en estudios, empíricos observan también cómo el régimen federal débil y la globalización son elementos que agudizan la corrupción.
Los efectos perniciosos son detallados ampliamente e inciden en la política, en la vida social y la vida colectiva, en la economía (se identifican más de doce impactos diferentes negativos). Se analiza minuciosamente el desarrollo de las oligarquías que manipulan la formulación de políticas e, incluso, configuran nuevas reglas del juego en su propio beneficio. Se describen, asimismo, los efectos sobre la eficacia de la gestión y sobre la calidad de las instituciones públicas y privadas; factor que aparece, cada vez más, como el determinante fundamental del progreso político, social y económico.
El colofón de este libro lo constituye un capítulo sobre el buen gobierno y la corrupción en el que se hace una referencia directa a la situación en España. En él, se propone un amplio número de propuestas (pp. 336-342):
1. Mejorar la independencia del poder legislativo y la rendición de cuentas de los legisladores.
2. Crear un código ético del diputado y actualizar la normativa de incompatibilidades y conflictos de interés de los legisladores.
3. Despolitizar los órganos superiores del poder judicial.
4. Actualizar la normativa de conflictos de interés de jueces, magistrados y fiscales.
5. Incentivar una serie de mejoras procesales para hacer más eficaz la persecución de la corrupción.
6. Aprobar una ley de responsabilidad judicial.
7. Implantar de forma efectiva la Ley de Transparencia y Acceso a la Información.
8. Aprobar una Ley de Rendimientos del Gobierno, una Ley de protección al denunciante de corrupción, fraude, abuso o despilfarro.
9. Crear una Dirección Pública Profesional.
10. Fomentar una mayor independencia de la fiscalía con respecto al gobierno.
11. Combatir seriamente la economía sumergida.
Estamos ante un libro necesario y útil, lleno de buenas referencias y datos de interés. Sin embargo, desde un punto de vista crítico, desmerece la falta de secuencia y articulación de entre los capítulos. Parece construido a base de bloques, desiguales en su calidad, poco hilvanados los unos con los otros, desaprovechando reflexiones previas en argumentaciones posteriores. Es una buena obra, pero no convenientemente acabada.
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