viernes, 4 de junio de 2021

Lola Mascarell: Un vaso de agua. Por Víctor Herrero de Miguel

Mascarell, Lola: Un vaso de agua. Pre-Textos, Valencia, 2018. 68 páginas. Comentario realizado por Víctor Herrero de Miguel (Escuela Superior de Estudios Franciscanos, Madrid).

En algún lugar de su Manual de Retórica Literaria, Heinrich Lausberg escribe que la unidad superior al poema es la vida. Llevo esta frase dentro desde que, siendo estudiante de Clásicas, descubrí en ella una vía perfecta para enlazar de nuevo aquello que de alguna forma siempre estuvo unido: la existencia y la palabra que la nombra. Ahora, mientras reposa en mis manos el poemario sobre el cual escribo, creo que la sentencia de Lausberg explica bien lo que siento: esa certidumbre de que un conjunto de poemas me ha llevado al umbral mismo de una vida.

El libro de Lola Mascarell (Valencia, 1979) nos sitúa en su título ante lo elemental (el agua) y el artificio mínimo para darle cauce (un vaso) y esa conjunción es ya poética. Nos sentimos cerca de Píndaro, de Francisco de Asís, de Altolaguirre y de los poetas que han celebrado el agua y, en ella, el sencillo misterio / que es a veces la vida. Estos versos, los últimos casi del poemario, nos dan la clave para la lectura del mismo, la manera de sostener, en ese vaso, la vida.

Protegido por la belleza cisterciense con que Pre-Textos convierte en materia táctil la poesía, Un vaso de agua es un objeto físico hermoso cuyo interior rezuma bondad. Ya el poema inaugural –una delicada meditación sobre la capacidad de convertir la vulnerabilidad en alabanza– hace del mundo un aula donde, viendo a los chopos perder sus hojas, aprendemos su lección de belleza y dignidad. Una tras otra, las piezas que urden el libro van trenzando una cuerda sobre la que podemos caminar, dando forma a ese ejercicio de confianza que en el fondo es la lectura de un poema.

Son muchas las composiciones que en un primer acercamiento cautivan la atención. Pienso, por ejemplo, en Huertas, donde la mirada de la poeta cifra la profundidad de la línea horizontal del mundo, o en Disolución, una breve metafísica sobre el agua que se mezcla con la tierra, o en La altura, que identifica –en el acto de la visión– el hallazgo de cuanto se contempla y el gozo de saberse contemplándolo.

En este libro hermoso destacan algunos bellísimos poemas de amor. Véanse los titulados Aventura, Músculo de la alegría, Y bastará tu nombre. No me resisto a transcribir el que, a mi juicio, es el más bello de todos:
NADA DURA
El trasluz del amanecer filtrado
en las contraventanas
te ilumina la espalda y transparenta
el amor con que miro
la calma en la que yaces
dejándote caer sobre las sábanas,
corazón en escorzo
latiendo en mi costado,
música de la mañana.
Hay aquí algo semejante a una poética, un velado ofrecimiento en el poema de las claves del acto de escribir. Lo que el ojo amante halla en el torso del cuerpo amado es lo que la poeta ve reflejarse en la página del mundo: su propio rostro iluminado por el amor. Los términos que aparecen en el poema (trasluz, contraventana, transparenta, música), gracias a su delicada capacidad de ubicarnos en un espacio concreto y al mismo tiempo llevarnos más allá de él, orientan de igual modo el acto de lectura de la pieza hacia ese motor de transcendencia que todo poema verdadero es.

Aquí –en esta mirada a un trozo de piel en donde se espeja la pupila que se asoma al mundo, en esta capacidad de, sin generar fragmentos, decir dos cosas nombrando solo una– está el poder de la poesía, la maravillosa mano que transforma en gracia leve el peso de cuanto existe.

Aunque ya lo sabíamos por sus obras anteriores (Mecánica del prodigio, Pre-Textos, 2010; Mientras la luz, Pre-Textos, 2013), este vaso que ahora nos da nos confirma que Lola Mascarell es una poeta excelente. Porque se oculta, porque convierte la propia voz en atril donde susurrar el paso del tiempo (el paréntesis que existe / entre el baile feliz de sus sandalias / y el peso de tus pies), el significado de los gestos (la piel iluminada por el sol / y mi brazo pasando por tu brazo, / esa mínima cruz / que rubrica la escena), los lugares pequeños donde la epifanía elige mostrarse (Hay una balaustrada junto al mar / que a las seis menos cuarto de la tarde / en días de verano / recibe un sol rasante / en su último ladrillo. / Todo lo que deseo está allí dentro). Hay en su poesía aroma de bien.

Qué suerte tienen quienes, sentados en sus sillas escolares, ven cada mañana cómo Lola Mascarell, en sus clases de Lengua y Literatura, enseña a través de las palabras cómo amar el mundo. Y qué suerte la nuestra, lectores suyos, saciados con el vaso de su sed.


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