Esquirol, Josep Maria: La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana. Acantilado, Barcelona, 2018. 192 páginas. Comentario realizado por Carlos Maza Serneguet.
Hace unos días, cuando todavía me quedaban algunas páginas para terminar La penúltima bondad de Josep Maria Esquirol, sentí el impulso de mandarle un whatsapp a un buen amigo con el enlace al libro. Le escribía: “este libro hace bien”. Y es que el libro de Esquirol consigue, en mi opinión, aquello que predica, que es hacer sentir algo de esa calidez y ese amparo que dice estamos llamados a darnos unos a otros. Y, no solo eso, también te impulsa a fer bondat, que diríamos en catalán. Porque vivimos en las afueras, no en ningún paraíso —tampoco venimos de él— y tenemos la responsabilidad de darnos algún cobijo en esta intemperie que habitamos.
Sin ingenuidades ni afectación, Esquirol va dibujando un camino que va desde ese habitar en las afueras hasta desvivirse por los demás, recordándonos que somos capaces de dar, de generar vida en medio de una existencia que, sí, es ambigua, pero que tampoco queda condenada por serlo. La ambigüedad de nuestras buenas acciones no las invalida. El placer de obrar bien no constituye ninguna objeción. Se trata de estar atentos a la soberbia, de ser conscientes de que tanto el mal como el bien están a medio palmo. La posibilidad del mal habita cerca del árbol del conocimiento y del árbol de la vida, árboles que han estado siempre ahí, que no pertenecen a un paraíso que nunca ha existido y que tampoco es deseable, que es mejor que desdeñemos por ser tentación de una plenitud imposible en esta tierra.
Es bello ver cómo Esquirol imagina continuidades de textos conocidos y explora sus posibilidades. Lo hace con el relato del jardín en el Génesis, a través de una interpretación sugerente toma en serio tanto la prohibición como su contenido. Atención, nos dice, porque el mal está cerquita del deseo de conocimiento y del deseo de más vida. Pero lo hace sin palabras de condena, ni sospechando de todo, ni con mirada que descubre patología e intereses ocultos en las buenas obras. La esperanza está en que el bien habita también a medio palmo, y que ese pequeño avance fatigoso es mucho. Lo poco, si es bueno, puede ser mucho, nos dice Esquirol. Desplazarse medio palmo supone dar un paso más —de profundidad— como comunidad que vive, que agradece y genera vida, que da un paso atrás ante la evidencia de la violencia y del egoísmo. Damos la palabra al autor: “La vida espiritual empieza por no ceder. Consiste en cuestionarse, en examinarse y en afanarse en ser coherente con el paso atrás. Suele tener forma negativa: no precipitarse, no etiquetar, no correr enseguida a explicar, no reducir, no juzgar incesantemente y, sobre todo, tratar de no dañar. La exigente vigilia socrática sostiene que es mejor sufrir el mal que hacerlo. El ‘¿De verdad?’ ante lo que domina es génesis de vida espiritual y de vida política. Este programa negativo es la mejor manera de regenerar lo degenerado y de estar al servicio de otra comunidad y de otra claridad” (pp. 151-152).
La penúltima bondad está trufado de intuiciones como la que acabamos de leer, que sirven a lo espiritual. Podría ser un libro de filosofía, pero no utiliza un lenguaje oscuro ni demasiado técnico. No rehúye —es más, busca— las imágenes de la casa, de la cocina, del árbol, de la naturaleza. No es un libro de poesía, pero abunda en imágenes sugestivas y cálidas. Tampoco es un libro de teología espiritual sensu stricto, pero lo religioso y lo espiritual flotan en el ambiente de muchas de sus páginas. Como en ese pasaje —otra de las continuidades imaginadas por el autor— en que se recupera el encuentro entre el Zaratustra de Nietzsche y “el mendigo voluntario”, trasunto de Francisco de Asís. Cuando ya va sacando las conclusiones para el caso en que Zaratustra hubiera sabido recibir bien a Francisco, Esquirol sentencia: “La perfecta alegría es pobreza, y conviene al alma porque el alma es esencialmente pobre. Por esto, la vida espiritual no puede ser otra cosa que el cuidado por la pobreza del alma” (p. 142). Estas líneas de La penúltima bondad son como el recordatorio de algo esencial, y nos ofrecen una visión de la vida espiritual poco común. Solemos manejar categorías como el viaje, la relación o la de experiencia. Cierto es que la idea de cuidado está cada vez más en boga. Pero, ¿de qué hemos de cuidar? Cuidar de la pobreza del alma es cuidar de algo que ya estaba ahí desde el principio, es estar atento a los brotes del orgullo, pues, como se señala al final del capítulo dedicado a los dos árboles míticos del Edén: “El problema no procede del acontecimiento del conocer, sino de lo que puede venir después. La revelación de nuestra situación era inevitable. Que esta claridad se enroque en orgullo y determine buena parte de la tendencia humana, es lo que podría no pasar y, desgraciadamente, pasa” (pp. 123-124).
El alma grande —interesante también que Esquirol persista en la palabra ‘alma’— es el alma pobre. En un ensayo sobre la vida humana —así subtitula la obra— no puede faltar tampoco una antropología y una visión del mundo. La condición de posibilidad de la experiencia espiritual es un sujeto, un cuerpo, un alma —corporalidad, en definitiva— capaces de admisión, de hospitalidad, en medio de una vida que es “el ayuntamiento —la relación— entre lo finito y lo infinito, entre lo que abarcamos y lo que nos supera, entre lo visible y lo invisible, entre lo mismo y lo otro” (p. 15). Pensar —siempre de forma penúltima— y amar son los infinitivos de una vida donde generamos y esperamos “algún tipo de calidez, de ternura, de abrazo” (p. 184).
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