lunes, 27 de enero de 2020

Izrail Métter: La quinta esquina. Por Fátima Uríbarri

Métter, Izrail: La quinta esquina. Libros del Asteroide, Barcelona, 2014. 208 páginas. Posfacio de Mercedes Monmany. Traducción de Selma Ancira. Comentario realizado por Fátima Uríbarri (Periodista. Email: fauribarri@gmail.com).

La verdad desnuda

El padre del escritor ucraniano Izraíl Métter montó una pequeña fábrica de pasta para sacar adelante a sus seis hijos. Esta decisión trastocó el destino de su prole. La perjudicó. Llegó la revolución rusa y el señor Métter se convirtió en un pequeño burgués, un comerciante privado, un oficio alejado del ideal revolucionario. Sus hijos heredaron esa condición.

Se establecieron cinco categorías sociales en la naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Esa clasificación fue crucial para, entre otras cosas, acceder a la educación superior. “Yo estaba inscrito en la quinta categoría. Era hijo de comerciante privado”, cuenta el escritor en los inicios de su libro La quinta esquina. Esta categoría truncó sus ansias formativas. no le permitieron ingresar en la universidad. Izraíl Métter presentaba los impresos con tozuda ilusión, y le denegaban el ingreso una y otra vez. Nunca encontró su apellido en las largas listas de quienes sí habían sido aceptados. Pero no sentía rencor, solo desesperación. Aceptaba las reglas porque eran las de la revolución y por aquel entonces a Izraíl Métter la revolución le parecía un sueño bonito y posible.

Cuando escribe La quinta esquina ya está desencantado. Ha visto cómo desaparecían sus compañeros y las delaciones y el espanto se empadronaban en todos los barrios. La quinta esquina es un repaso sincero, brillante, poético, enérgico e impactante de la vida de su autor. Es una autobiografía apenas camuflada por el cambio de nombre del protagonista, que en el libro se llama Boria, pero que, por supuesto, es Izraíl Métter. En apenas doscientas páginas esta obra contiene la vida de un hombre, su lucha por salir adelante, su pasión por una mujer que es un amor imposible y la trágica historia del horror en el que se convirtió la URSS en manos de la tiranía.

Izraíl Métter, nacido en Járkov, Ucrania, en 1909, es un milagro: pertenecía a la quinta categoría, era judío, amigo y compañero de varios caídos en desgracia en los años de las purgas y la persecución constante; también padeció el terrible asedio alemán de Leningrado durante 900 días de la Segunda Guerra Mundial y no solo sobrevivió a Stalin y a la guerra, sino que además logró contarlo. No fue fácil, claro. La quinta esquina, su obra cumbre, la escribió de manera clandestina entre 1958 y 1966. El manuscrito, mecanografiado por su mujer, peregrinó durante años de un escondite a otro, poniendo en serio peligro a la pareja, hasta que por fin se pudo publicar en 1989 cuando la Perestroika aflojó el estrangulamiento de la censura. Tres años más tarde mereció el prestigioso Premio Grinzane Cavour en Italia y 49 años después de su escritura el libro se ha publicado en España de la mano de Libros del Asteroide, una suerte para los lectores españoles.

No hay un claro orden cronológico en el relato, que cubre la vida de Boria-Métter entre 1920 y 1940: la narración viaja a su infancia, al presente, incluso al futuro que él imaginaba entonces. El muchacho Boria recuerda a su familia, sobre todo a su madre. Explica su amor hacia ella con una poderosa contundencia: “Tú sencillamente existías y eso me basta para todo lo que me resta de vida”. Así escribe Métter. Condensa en pocas palabras, en una frase de apariencia sencilla, conceptos universales, infinitos, difíciles de explicar. Su madre, además, le dejó una valiosa enseñanza: “Que la única salvación es no dejar de asombrarse nunca de lo que ocurre alrededor”. Porque eso era lo terrible, que cuando llegó el espanto se acostumbraron a él y la vida seguía adelante. “En la bajeza humana lo peor no es la bajeza, sino el hecho de habituarse a ella”, sentencia Métter.

Boria se convierte en profesor de matemáticas de formación autodidacta. De muy joven, en el cuartucho en el que imparte clases particulares a estudiantes que sí han accedido a la enseñanza académica, conoce a Katia, el amor de su vida, y uno de los ejes sobre los que gira la vida del protagonista de La quinta esquina. Katia es una pasión antigua e inagotable. Cuando ella estaba presente, “cambiaban las proporciones del mundo que me rodeaba”, cuenta Boria. Lo mismo sucedía cuando ella estaba ausente. Katia lo modelaba todo. Lo transformaba en un hombre feliz o infeliz. Su vida son los paréntesis en los que Katia le acompañó, el resto es solo existencia. Es un amor terco como la adolescencia. Y triste.

Boria crece, cambia de ciudad, da clases de matemáticas, y sufre los años del terror soviético. Ha desaparecido su amigo Sasha Beliavski, otro de los hilos narrativos, otra ligazón en el relato de las tres edades del hombre que contiene este libro. Para propagar el terror hacen falta hombres dispuestos a empuñar el látigo, gente capaz de azotar a sus vecinos, a sus compañeros de colegio. ¿Cómo personas normales pudieron convertirse en torturadores? También a esto responde Métter: “Todos ellos habían sido en algún momento, mucho tiempo atrás, jóvenes trabajadores, mozos campesinos, estudiantes fracasados; muchos habían podido convertirse en seres humanos, pero su vida corrupta y desvergonzada, lo monstruoso de su trabajo y el miedo hacían en ellos su minucioso trabajo: dejaban de ser hombres y se convertían en verdugos”.

Algunos de estos verdugos pasean por las páginas de Métter. También desnuda su verdad con un certero espadazo de palabras bien elegidas. Y describe la mancha de aceite que se extiende, silenciosa, implacable, entre una sociedad habitada por víctimas. Las causas de los arrestos se iban agotando pero “el hombre se volvía endemoniadamente inventivo: buscaba las causas del arresto y las encontraba. Las personas llegaban incluso a creer sinceramente en la legitimidad de la demencia que reinaba […] quien cree a ciegas comienza por no exigir explicaciones, y termina por no soportarlas”. Abundan las maravillosas definiciones, certeras y muy literarias: “Nos ciega la magia de la razón constante y eterna que posee la mayoría”.

Sobresale el autor en su pericia en deslizar sus emociones privadas en el escenario de acontecimientos históricos. No cuenta las cosas con aspavientos o tremendismos sino que escoge la contundencia de la sencillez. Y así le cuenta al lector cómo era la época en la que Stalin era el nuevo dios: incluso las habitaciones de los pisos comunales se convirtieron en casas de oración, dice Métter. Era un dios cruel que no castigaba en otro mundo, lo hacía en este. Lo veía y oía todo con los ojos y los oídos de los delatores, unos seres dedicados a “expandir el napalm de la calumnia”. La sospecha arropó a la URSS como un edredón gigante y bajo esa manta reinó la desconfianza de todos hacia todos. Esa desconfianza, explica Métter, se absorbía por la sangre, se introducía en el cuerpo de la gente a través de la respiración. “Con diligencia sospechábamos de nuestro amigo, pero tomábamos vodka con él. Los maestros sentían temor de los alumnos. Los alumnos de sus maestros”. La sospecha universal “se arraigaba en el cerebro, irradiaba los genes”, “ya era hereditaria”. Podían venir a buscarte en algún momento, oías cuando llamaban a la puerta de tu vecino en mitad de la noche y se lo llevaban. Pero la vida seguía. “Pese a todo, la gente trabajaba”, cuenta Métter.

Este escritor agudo y valiente mete el dedo en el ojo de la complicidad, directa o indirecta. En alguna ocasión se topó con torturadores que no sintieron el más mínimo remordimiento. Qué difícil es la culpa, cómo se enrosca en unos y esquiva a otros. La quinta esquina es un repaso de la Historia y de una vida que deja un poso duradero, como sucede cuando se afina sobre asuntos de interés universal como el amor, la muerte, el mal, la culpa o el paso del tiempo. También reflexiona el escritor sobre la juventud y la vejez. La primera la recuerda con nitidez al principio de La quinta esquina, aunque reconoce que “lo más difícil cuando se recuerda la juventud es limpiarse los pies en su umbral y entrar en ella desnudo, desprovisto de la experiencia y de los pensamientos actuales”.

Sobre la vejez hace interesantes conclusiones hacia el final del libro. Habla de su generación “nosotros que queríamos lo mejor”, dice. Y los define como “los soñadores de los años veinte, diezmados y torturados en los treinta, segados en los cuarenta”. Por eso el libro se titula La quinta esquina: es la perversa orden que recibían las víctimas de sus verdugos del KGB, debían encontrar la quinta esquina de la habitación.

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