viernes, 24 de mayo de 2024

Jaime Tatay: Símbolos de resurrección. Por Daniel Izuzquiza

Tatay Nieto, Jaime: Símbolos de resurrección. Sal Terrae, Santander, 2022. 192 páginas. Colección ‘El Pozo de Siquén’ nº 447. Comentario realizado por Daniel Izuzquiza.

El autor es jesuita y experto en eco-teología. Anteriormente ha publicado dos libros, uno de carácter académico (Ecología integral: la recepción católica del reto de la sostenibilidad, que obtuvo el premio de la fundación vaticana ‘Centesimus Annus pro Pontifice’) y otro con un enfoque más pastoral-espiritual (La llegada de un Dios salvaje, que ha alcanzado ya tres ediciones). Con estos precedentes, podemos acercarnos al libro con expectativas elevadas, que no quedarán defraudadas al leerlo y saborearlo. 

Estamos ante un conjunto de 35 meditaciones que transitan por los tres ‘libros de la revelación’: el mundo creado, la Biblia y la experiencia humana. Una primera parte presenta sugerentes observaciones de la naturaleza (en torno a la tierra, el aire y el agua) de las que el autor hace brotar reflexiones sobre la fe cristiana. La segunda parte del libro se inspira en experiencias humanas y en relatos bíblicos para profundizar en cuestiones de ciencia, arte, teología, lenguaje y política. 

¿Qué puede aportar un libro como éste a los lectores de hoy? Al menos son dos las vías por las que podemos responder a esta pregunta. Primero, rastrear los ecos de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio en las meditaciones que propone Jaime Tatay. Segundo, atisbar el modo en el que la espiritualidad ignaciana alienta, enfoca y dinamiza la propuesta del autor, captando así que estamos ante una espiritualidad viva. 

Dice el autor: “Experimentamos a Dios, sí, pero Él también nos ‘experimenta’ y nos visita cuando quiere. Por eso conviene estar preparados, atentos, esperándole” (p. 98). A esto ayuda el examen ignaciano de la oración y de la vida, que el autor compara con la actividad de los rumiantes (p. 40), relaciona con el drenaje en el mundo vegetal (p. 76) y vincula con las hojas de contactos de las antiguas fotografías (p. 129). Si la experiencia de hacer ejercicios espirituales puede compararse a la catálisis química (pp. 89-92), podemos también valorar la importancia de las adiciones ignacianas de la mano de los ecotonos (p. 31) y de los cuidados ocultos (p. 74). El barbecho y la rotación de cultivos iluminan los distintos modos de orar (p. 46), mientras que la bioacústica nos invita a redescubrir la importancia del silencio (p. 69). El humus nos lleva a considerar las maneras de humildad (p. 38), las sabinas retorcidas por los vientos alisios invitan a alistarnos bajo la bandera de Cristo (p. 51) y los neumatóforos apuntan a la fuerza transformadora de la contemplación ignaciana (p. 60). También el arte nos puede ayudar, tanto a recomponer lo roto (cap. 20 y Primera semana de Ejercicios) como a dejar caer la máscara (cap. 21 y Segunda semana). 

Hasta aquí, y sin ánimo de exhaustividad, las resonancias de los Ejercicios Espirituales en las reflexiones de Jaime Tatay. Pero aún hay otra parte, porque la espiritualidad ignaciana va más allá de los Ejercicios y despliega las intuiciones de la ‘Contemplación para alcanzar amor’ a lo largo de una extensa “quinta semana”. Encontramos en este libro una sencilla muestra de teología jesuita, tal como la describía el P. Jerónimo Nadal: spiritu, corde, practice. Es también un texto que se inscribe en la larga, creativa y fecunda tradición ignaciana de diálogo fe-ciencia. Y muestra, con ejemplos concretos, que la analogia entis permite transitar de las criaturas al Creador y viceversa, al modo ignaciano. Nos ayuda así a reconocer la presencia de “signos de Resurrección” en medio de nuestra realidad. 



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