Fortún, Elena: Celia en la Revolución. Renacimiento, Sevilla, 2016. 344 páginas. Comentario realizado por Fátima Uríbarri (periodista, fauribarri@gmail.com).
La editorial Renacimiento ha rescatado Celia en la Revolución, una de las mejores novelas que se han escrito sobre la guerra civil, en opinión de Andrés Trapiello. La escribió Elena Fortún (seudónimo de Encarnación Aragoneses) en 1943 desde el exilio en Argentina, con los acontecimientos muy recientes. Aquellas cuartillas escritas a lápiz redactadas desde Buenos Aires pasaron a Estados Unidos cuando la escritora se mudó allí con su hijo. Allí se quedaron durante décadas, hasta que la nuera de la escritora se las entregó a Marisol Dorao, biógrafa de Elena Fortún. En 1987, la editorial Aguilar publicó Celia en la Revolución, pero el libro no se reeditó. Se agotó y se convirtió en codiciado objeto de coleccionista. Hasta que este año Renacimiento lo ha publicado de nuevo. Una suerte. Porque tiene razón Andrés Trapiello, es una de las mejores novelas sobre la guerra civil española. En opinión del autor de Las armas y las letras: “Es la novela que hubiera querido escribir Pío Baroja y no pudo: le faltó conocimiento de primera mano para hacerlo, y la que habría querido escribir Max Aub, y no supo, al estar preso él, como tantos otros, de prejuicios y ‘razones históricas’, ya que, al fin y al cabo, Max Aub formaba parte de una de las dos Españas”.
Trapiello sitúa esta novela en los textos escritos por la “tercera España”, la que denuncia las tropelías de ambos bandos, la objetiva, la que no se deja llevar por la pasión de la ideología. Buen ejemplo de esta manera de ver las cosas es el libro de relatos A sangre y fuego, del periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, otro de los felices rescates de editoriales como Renacimiento y Libros del Asteroide.
Celia en la Revolución es el relato de la guerra que le toca vivir a una muchacha de 15 años. Es la guerra desde la retaguardia. Celia estaba en un pueblo de Segovia de vacaciones con sus hermanas pequeñas y su abuelo cuando comienza la contienda. Pronto llegan las dramáticas bofetadas, en ambas mejillas. A Celia le fusilan familiares en los dos bandos. No hay contaminación ideológica. Se transparenta su simpatía por la República en lo que atañe a los derechos de la mujer y la democratización de la enseñanza, pero la muchacha no es de ningún partido.
Lo que se cuenta en esta novela es el cruel zarandeo que la guerra da al destino. Y cómo el hambre, la muerte y el miedo se expanden como una marea que lo cubre todo, y a pesar de eso las chicas intentan arreglarse para gustar a los chicos o el olor a tomillo y unas flores brotadas en primavera logran olvidar el espanto por un momento. En Celia en la Revolución se cuenta la guerra que le tocó a Encarnación Aragoneses con algunos nombres reales enmascarados, filtrada por los ojos de una adolescente que ha madurado a base de bombazos y hambre. Esta escritora de vida dura (estaba infelizmente casada, se le murió un hijo, se tuvo que exiliar) tenía un don: sabía comunicar con los niños y mirar a través de sus ojos. Celia Gálvez de Montalbán, su personaje más célebre, asomó en 1928 a través de los artículos que escribió Encarnación Aragoneses en la sección “Gente Menuda”, suplemento del ABC Blanco y Negro. Los firmó como Elena Fortún, el nombre de un personaje de una obra escrita por su marido, militar y dramaturgo.
El éxito atrajo a la editorial Aguilar, que publicó las novelas de Celia: Celia, lo que dice; Celia en el colegio; Celia y sus amigos; Celia novelista; Celia Madrecita. Esta última se cierra el 18 de julio de 1936 con un oscuro presagio. Las andanzas de Celia eran un retrato de la vida de la alta burguesía madrileña y la mirada de una chiquilla despierta y rebelde a la que no se le dan bien los bordados, que tiene amigas, un hermano pequeño. Los libros de Celia fueron lecturas amables de una generación de niños. Todo lo rompió la guerra, también esta saga. Celia en la Revolución no es un libro de la niña rubita que cuenta peripecias domésticas. Sobresale Elena Fortún en la frescura con la que narra. Tiene buen oído con el habla popular: “A todos los afusilan por esto o por lo otro”, dice Valeriana, la mujer del pueblo de Segovia que se convierte en el ángel de la guarda para las hermanas pequeñas de Celia. La autora también maneja muy bien los diálogos y eso le da mucha agilidad a la historia. Un acierto es la manera de transmitir el progresivo deterioro de la situación de Celia conforme avanza la contienda. La historia se va deslizando hacia el dolor. El lector es testigo de cómo el hambre pasa a cobrar todo el protagonismo, percibe el calibre del miedo que se pasaba durante los bombardeos de las ciudades, es testigo de la deshumanización de las víctimas conforme el hambre se adueña de ellos.
No hay un planteamiento maniqueo. Hay verdad y gente: condición humana. Lo explica muy bien Jorge, el muchacho republicano que le ayuda en una etapa de la obra. Celia está horrorizada porque en Madrid se suceden los “paseos nocturnos”. Por la mañana desde el tranvía ven los cuerpos de los asesinados la noche anterior y hay gente que se ríe o que maldice a los muertos de las cunetas. “¡Es la guerra –explica Jorge–. Una exacerbación de todo lo salvaje y primitivo que todos llevamos dentro... Parece que todos lo que la civilización ha ido tejiendo en torno nuestro se afloja o se rompe […] Todo se ha desquiciado”. Del desbarajuste se percata la protagonista nada más llegar a un Madrid chamuscado y caótico. Hay pocos coches y los que circulan “van desatinados, como manejados por quien no sabe. Y por las ventanillas asoman los cañones de los fusiles”.
Es brillante la descripción del desalojo de la zona de Argüelles. Cómo silban las balas, cómo las mujeres se juegan la vida para recoger sus sábanas, cómo hay gente que se enriquece a costa de otros, cómo aflora la heroicidad de unos y la mezquindad de otros, cómo se esparcen las rencillas y los choques entre los desalojados que se apretujan en domicilios abandonados, cómo se tiembla en silencio mientras se reza para que los aviones se larguen de una vez, cómo se pasa de comer caballo a comer burro, perro, gato, rata, hierbas, bichos. La guerra avanza y Celia se transforma. Lógico. De ser la ricitos de oro que vive con su familia y su tata, a huir bajo las bombas y buscar alimento. Andrés Trapiello lo apunta en el prólogo. La protagonista vive La lucha por la vida de Pío Baroja. La nochebuena de 1937, por ejemplo, Celia cena sola en un cuartucho mugriento de Barcelona. El menú: una rebanada de pan y agua caliente con azúcar. No estoy sola, piensa la muchacha. “Mi madre está conmigo esta noche”. Y afuera, “el viento mueve los árboles del jardín que suena como el mar”. También hay en Celia en la Revolución algunas carencias sorprendentes. Entre tanta verosimilitud choca la ausencia absoluta de información sobre su hermano y llama la atención la frialdad con la que se asumen los fusilamientos en la familia, algo que sin embargo sí resquebraja a sus amigas.
A pesar de ello es una novela sobresaliente. Por su agilidad, frescura y verdad. Desde la inocencia de Celia se ven las sacas, checas y el contagio de la crueldad. También es Jorge quien lo explica: “Se han cometido tantos crímenes. No te imagines que los otros hacen menos”, le dice a Celia. Somos unos salvajes. Todos somos unos asesinos. Yo también, le confiesa a su amiga. “Todo lo que se llama civilización y cultura es un barniz clarito que se nos cae a menor empellón”, sentencia el joven soldado, apenas un muchacho: un sabio. Concluye Andrés Trapiello, uno de los rescatadores de libros y de personajes de esa “tercera España”, afirmando que Celia en la Revolución es una “extraordinaria crónica novelesca que deberían leer con atención los nietos de unos y otros”. Sería bueno.
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