lunes, 1 de marzo de 2021

Irene Vallejo: El infinito en un junco. Por Víctor Herrero de Miguel

Vallejo, Irene: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela, Madrid, 2019. 472 páginas. Comentario realizado por Víctor Herrero de Miguel.

Dice George Steiner que tras la lectura de algunas páginas de la Biblia hebrea ––Job, Qohelet, ciertos salmos, el segundo Isaías–– resulta imposible imaginar cómo la mano que está detrás de las palabras ha regresado a la normalidad del mundo, a las tareas comunes en que la carne humana se tiene que ocupar. Esta mañana de mayo, luminosa y tranquila, me ocurre algo semejante, pues dudo si la autora de este libro, cuando coronó con el fin su obra, cogió el metro, hizo la compra en un supermercado o llevó el coche a pasar la revisión. Más normal me parece que, libre y alada, marchase de vuelta a ese lugar mágico e inaccesible donde cultiva el néctar que transforma después en letra impresa. 

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) ha logrado en este ensayo que un libro sobre el arte y el misterio del libro seduzca a legiones de lectores. El mérito ––¡líbrenos Dios del reino de la cantidad!–– no reside en el puesto que la obra ocupa en las listas de ventas, sino en la capacidad de haber creado en muchos un espacio íntimo de encuentro. No en vano la autora, filóloga clásica, sabe que el logos aguarda siempre tras una llave, una puerta y un umbral que, una vez cruzado, encara como seres únicos a los tantos que aquí llegan.

El infinito en un junco se divide en dos grandes partes ––I. Grecia imagina el futuro (pp. 23-250) y II. Los caminos de Roma (pp. 251-398)––, enmarcadas por un prólogo, un epílogo, una bien surtida bibliografía y un índice onomástico que recoge la miríada de personajes que desfilan por la obra. Quien recorra todas las páginas del libro tendrá, cuando llegue al final, la sensación armoniosa que ofrece la contemplación de un conjunto y, contemporáneamente, la certidumbre del viajero que sabe haber estado en tierras múltiples y diversas. Es muy difícil hacer lo que Irene Vallejo ha hecho: un tejido de telas diferentes donde varios momentos de la historia, sin perder nunca la línea temporal, se cruzan y entreveran, una sinfonía para viento en que percuten, sin estridencias, golpes de tambores y es atravesada por el llanto de la cuerda. Ha logrado que lo general y lo concreto, lo palpable y lo lejano se descompongan y se ofrezcan al lector como delicadas piezas que, ensambladas, regalan la felicidad del acabamiento de un puzle. Aquí hay, de hecho, varias historias. La del libro, por supuesto, que arranca en las orillas del gran río de Egipto y llega hasta las pantallas de nuestros teléfonos de bolsillo. La historia secreta de los anónimos lectores de los siglos pasados que confundieron sus propias vidas con las de las palabras que movían su sol y sus estrellas. La de la propia autora que, sin quebrar nunca los límites del pudor, permite que nos asomemos a esas zonas de sí misma que espejan en nosotros el rostro que somos y también el que hemos perdido y el que anhelamos tener. ¿Será que, como sostiene también el maestro Steiner, la literatura y las artes son los testigos perceptibles de esa libertad humana de llegar a ser? ¿Será verdad que leer un texto responsablemente es apostar por una relación entre la palabra y el mundo? 

Irene Vallejo afirma en su libro estas intuiciones y las convierte en relato sobre cómo el ser humano se busca a sí mismo ––su misterio, sus heridas, su riesgo, sus carencias–– en códices y en pergaminos, en historias, dramas y poemas trazados sobre la piel de un cordero o transformando en sílabas un sueño gracias a la plasticidad de un vegetal. Yo, que no sé leer sin anotar, he convertido los márgenes de este libro en un despliegue de glosas que, en diferentes colores, expresan la sorpresa y celebran la maravilla. Hay lugares en él que la memoria lectora no podrá olvidar, números de páginas a los que atrapar en un círculo para acudir a ellos como a una fuente de agua buena. No se resistirá quien frecuente El infinito en un junco al encantamiento con que la autora recrea la antigua Alejandría, o al deseo que nacerá en su alma de hundir su cuerpo en las entrañas de papel y tinta de Oxford. Hay secciones, como la titulada La piel de los libros, donde en apenas unas páginas vamos desde Mesopotamia hasta Florencia, pasando por aquel Leningrado donde Anna Ajmátova descubre en las heridas de su rostro la incisión del dolor en la arcilla humana, nos asomamos a una película de Christopher Nolan y nuestras manos sostienen un códice de Petrarca. 

Irene Vallejo escribe muy bien. Véanlo ustedes mismos. Esta es apenas una muestra de las muchas frases bien trabadas ––cadenciosas, estrictas, serenas–– que El infinito en un junco contiene: “Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado. En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia” (p. 83). Otro de los dones que nos da la autora ––y no es un regalo menor–– son los frutos que, en forma de citas y referencias literarias, penden de sus ramas generosas: durante todos los años de su vida lectora ––desde que era esa niña que acompañaba a sus padres a las librerías y volaba en los aviones nocturnos de palabras que éstos construían para ella––, ha hecho germinar un árbol en cuya sombra nosotros nos cobijamos a leer. Leerla a ella es leer lo que ella ha leído ––nos transformamos en lo que comemos, en lo que soñamos, en las novelas, los ensayos y los poemas que hemos hecho nuestros––, y, por eso, quien abra este libro estará abriendo puertas que le conducen a Platón, a las noches de Aulo Gelio, a Borges y a Bolaño, a los epigramas de Marcial, a los pies viajeros de Heródoto, a los himnos sagrados de Enheduanna, poeta, sacerdotisa y astrónoma que comparó el ars poetica con el amor que lleva a la concepción y al nacimiento. 

En esta primavera en que las mascarillas no nos dejan ver el bosque, recluidos todos para evitar así la expansión de la pandemia, es consolador pensar cómo, y con más fuerza que el virus, lo bueno se difunde e irradia su bondad y beneficios. Lo veo claramente en este libro ––prolongación de ella misma––, que Irene Vallejo lanzó al mundo hace algunos meses y está haciendo que todos seamos mejores y que lo sean, cuando lo descubran y lo hagan suyo, las generaciones que vendrán. 


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