miércoles, 16 de marzo de 2022

Philippe Lançon: El colgajo. Por Carlos Maza Serneguet

Lançon, Philippe: El colgajo. Anagrama, Barcelona, 2019. 448 páginas. Traducción de Juan de Sola. Comentario realizado por Carlos Maza Serneguet.

El 7 de enero de 2015 dos hombres enmascarados y armados con fusiles de asalto y otras armas entraron en la redacción de Charlie Hebdo y, al grito de “Al-lahuàkbar”, acabaron con la vida de doce personas y dejaron heridas a otras once. Uno de estos supervivientes fue Philippe Lançon, que años más tarde decide transformar en relato el proceso de reconstrucción facial —su mandíbula había quedado seriamente dañada por un disparo—.

Dice Lançon que este libro no es una terapia, que esta se había hecho ya antes: con la cirugía, con los amigos, con su psicóloga. ¿Qué es, entonces, El colgajo? Es la historia de la construcción de un puente en medio de una vida que ha quedado partida en dos por la violencia. Una violencia frente a la cual el autor no genera resentimiento (los hermanos Kouachi son, para él, “hijos de la República”), pero que se resiste permanentemente a ser integrada. Aunque se haya logrado una reconciliación suficiente para seguir viviendo, vuelve como fantasma (ese chico árabe del metro) o como estrepitosa repetición (el atentado de Bataclan).

El colgajo es un puente que lleva también del autocentramiento del enfermo, que lo reclama todo para sí, que vive siempre a un paso de convertir en tóxicas sus relaciones (con su pareja, con su cirujana), porque ha tocado de lleno su vulnerabilidad, su dependencia radical de los demás, obligado a recuperar la confianza que supone dejarse en manos de otros para las operaciones más esenciales de la vida. Un puente, decíamos, que lleva al descentramiento de descubrirse un día rodeado de otros enfermos, esa pequeña fraternidad de los Inválidos. La sanación es también una curación de la mirada, que ya no reduce toda la existencia a lo que tiene que ver con la situación del convaleciente.

Se han escrito bastantes páginas —y muy interesantes— sobre el papel que tiene el arte, y concretamente la literatura, como sustituto de la religión y la espiritualidad en las personas no creyentes: La lectura como plegaria —así titulaba un bellísimo libro de aforismos sobre el tema el catalán Joan Carles Mèlich—. Gracias a las páginas de El colgajo entendemos lo que nos están diciendo todas aquellas almas —y cuerpos— laicos que encuentran en Proust, en Kafka y en Bach lo que no encuentran en la oración cuyo interlocutor es Dios. Lançon llegará a bajar al quirófano con las Cartas a Milena de Kafka escondidas entre las sábanas, o habiendo “rezado” con la muerte de la abuela de Proust. Si queremos amar más a nuestros contemporáneos, hay que estar atento a esta espiritualidad del arte.

¿Tuvo éxito Philippe Lançon en su proceso? La reconstrucción de su mandíbula deja ver un hombre reconocible. Nunca el mismo del pasado, pero tampoco uno distinto. Se llega hasta donde es posible. La lectura de El colgajo pide paciencia, no resultados inmediatos. Lo mismo que la situación del enfermo. El efecto, al final, es bello. Tan bello como la posibilidad creada por el hombre de utilizar un peroné para sustituir una mandíbula. Un pequeño hueso ganando frágilmente la batalla —al menos, la de esta historia— a la sinrazón.


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