martes, 6 de abril de 2021

Carlos Blanco: Canto a lo desconocido. Por Víctor Herrero de Miguel

Blanco, Carlos: Canto a lo desconocido. Ars Poetica, Oviedo, 2017. 100 páginas. Comentario realizado por Víctor Herrero de Miguel (Escuela Superior de Estudios Franciscanos, Madrid).

Leer poesía un sábado por la mañana –una mañana de primavera que parece recién dibujada por un ángel– predispone a la mirada para captar todo el bien que ofrece el mundo. Si el poemario, además, es la obra de alguien bueno, que acoge la bondad, la reparte y la celebra, los ojos que leen se sienten como una copa que una mano generosa ha llenado de buen vino. La de Carlos Blanco (Madrid, 1986) es una mano que, tras haber acariciado muchas ramas del saber –la filosofía, la historia, la egiptología, la química o la teología–, se posa ahora en la poesía demostrando que también ella es una forma del conocimiento. Lo cierto es que es algo que durante muchos siglos habíamos sabido y que, tristemente, hemos olvidado: que los poetas –nombrándola– nos explican la realidad.

Canto a lo desconocido consta de veintiséis poemas en los que la palabra se adentra en el misterio. En el primero de ellos –un extenso himno a la sucesión de la claridad y de las sombras y a sus respectivos poderes– leemos: 

¡Qué dulce el sentimiento que vincula 
lo que parecía contradictorio!
¿No es divino ansiar

más de lo que cabe esperar? 

Estas palabras, esta confesión poética, ofrecen la clave de lectura de toda la obra, y algo más: la fotografía íntima de su autor, su alma al desnudo. Aquí late, en efecto, el corazón de un hombre joven fascinado por la vida, un marinero que se sumerge en el cosmos 
para navegar con quienes sólo entonan
los cánticos más puros
a tullidas vastedades
Cantar a lo desconocido, haciendo del deseo de conocerlo toda la partitura del propio canto, está lejos de la hybris de los griegos, pues a lo que Carlos Blanco aspira no es a la superación de la condición humana, ya que el suyo es 
un canto infinito a lo posible
necesidad que se reta a sí misma
para ampliar los límites del ser, 
sino a la realización plena de aquello a lo que nuestra carne puede llegar a convertirse. Así lo expresa el poeta: 
No hagas descender el cielo;
eleva la tierra.
A los poemas largos que, en su factura, parecen reflejar la lenta respiración de la materia que se contempla y se canta, se sobreponen otros, más breves (y, en ocasiones, más íntimos) y que, a mi juicio, son los mejores de la obra. Así, en el poema VIII, el poeta se asoma a una naturaleza de la que le fascinan las formas, permeadas de pureza y geometría y en cuyas maravillas descubre la topografía intacta del ensueño. Es en estas composiciones donde se constata que Blanco, además de otras muchas cosas, es un poeta, o mejor aún: que es un poeta que, además, es otras muchas cosas.

Si todo poemario es una aventura –una vida sin seguro de vida–, la de nuestro poeta es, en algunos poemas, fascinante. Es lo que ocurre con el poema X (que, junto al XXVI, representa a nuestro parecer lo mejor del libro) cuando, observando la invisibilidad del sol, se entona a su luminosidad y a su calor una súplica llena de piedad y de misericordia, una simplicísima y muy hermosa apología de la bondad que termina con esta petición tan bella: 
Llena con tus lágrimas
el cáliz de cuantos se esfuerzan
por mejorar el mundo,
y forjarás la copa de la bienaventuranza. 
Es casi seguro que el astro rey, el hermano sol de san Francisco, accediendo a la invocación del poeta, continuará vertiendo su luz en el cáliz de Carlos Blanco y nos regalará –en su voz sabia, humilde y bella– otros futuros y necesarios cantos.


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