lunes, 4 de mayo de 2020

Josep Otón: La mística de la Palabra - Textos

Otón, Josep: La mística de la Palabra. Sal Terrae, Santander, 2014. Páginas 93-95.

Desierto

Los Evangelios presentan a Jesús conducido por el Espíritu hasta el desierto para ser tentado (Mt 4, 1). No es de extrañar que se incluya este lugar en la vida de Jesús puesto que se trata de uno de los escenarios principales de la historia de Israel. En el desierto parece que Dios haya abandonado a su pueblo. Es el territorio donde, como afirma el texto bíblico, “no hay nada” (Nm 11, 6). Es la experiencia del Deus Absconditus al que se refieren algunos teólogos.

La terrible sensación de soledad hace aflorar la necesidad de poseer, de aferrarnos a algo. Desposeídos de nuestras seguridades, surge con fuerza la tentación: construir un becerro de oro (Ex 32, 1-4) o añorar “los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos” de Egipto (Nm 11, 5). 

Cuando Moisés se demoraba, los israelitas se impacientaron y decidieron crear un dios que los guiara poniéndose al frente. El pánico del vacío los llevó a confiar en una falsa certeza: un ídolo. A su vez, el pavor de la ausencia distorsionaba sus recuerdos y sentían nostalgia del período de esclavitud como si hubiera estado exento de incertidumbres y sufrimientos.

El desierto es la nada, el vacío, la ausencia, el silencio. Para frenar el temor que suscita, llenamos cualquier posible hueco con sueños, proyectos o fantasías que nos alejan de una realidad incómoda e inquietante en la que nos sentimos atrapados. Como no sabemos qué esperar, fabricamos falsas esperanzas para esquivar los zarpazos de la desesperación.

En el Éxodo, Dios no llevó a los israelitas por la ruta más corta, sino que les hizo dar un rodeo por el camino del desierto (Ex 13, 17-18). Nosotros, guiados por nuestro sentido de la eficiencia, preferimos las vías rápidas. Sin embargo, aunque llegamos antes al destino, no siempre estamos preparados. El desierto es un tiempo de purificación: “Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer las intenciones de tu corazón, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Dt 8, 2).

Desprovistos de apoyos externos, se manifiestan las auténticas inclinaciones del corazón. En un ambiente conocido y favorable, nos resulta más fácil comportarnos debidamente. Centrados en las rutinas cotidianas, los monstruos de nuestro interior permanecen ocultos o dormidos. Pero el silencio del desierto los despierta y salen a la luz.

Es necesario detectarlos, identificarlos, conocerlos y neutralizarlos. De lo contrario, permanecerán escondidos, a salvo de nuestros intentos por erradicarlos.

En el desierto desaparecen los referentes que nos daban confianza. Entonces nos asalta el sentimiento de ausencia de Dios. Pensamos que se ha desentendido de nosotros y nos protegemos tras sueños ilusorios o recuerdos traicioneros.

En cualquier caso, es una oportunidad de autoconocimiento. El desierto es un ámbito de exploración. Encaramos nuestras flaquezas, desarmamos los mecanismos de defensa, desenmascaramos las falsas expectativas. Allí, faltos de todo, nada nos distrae de Dios. Por eso, nos atrae al desierto para hablarnos al corazón (Os 2, 16).

Jesús no es ajeno a esta experiencia. Es más, es el propio Espíritu quien le conduce hasta ese lugar de tentación. Con la Encarnación, asume todas las vicisitudes del ser humano. Su experiencia en el desierto enlaza con la cruz donde vive en su carne el aparente abandono de Dios (Mt 27, 46).

Tal vez la existencia sea un largo periplo por el desierto, un gran rodeo durante el cual tenemos la sensación de que Dios ha desertado. Al sentirnos abandonados, se ponen al descubierto nuestras debilidades y surgen los delirios alimentados por nuestra inseguridad.

Ahora bien, el desierto no es nuestro destino definitivo; forma parte de un proceso terapéutico. Es una purificación que nos ayuda a desembarazarnos de los lastres que distorsionan nuestra visión de Dios y de la vida. Es una etapa de preparación sin la cual no sabríamos dónde nos dirigimos, porque expectativas y añoranzas nos distraen del auténtico propósito del viaje. 


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